Mucho se ha escrito y hablado en los últimos años acerca del impresionante crecimiento económico de China. No dejan de sorprender los grandes progresos en diversas áreas de esa sociedad, la más poblada del planeta (uno de cada cinco habitantes de la Tierra es chino). Como ejemplo, hace algunas semanas se llevó a cabo en forma exitosa la puesta en órbita de una nave espacial tripulada. No obstante, como sucede en todo cambio social acelerado, las paradojas y contradicciones no dejan de estar presentes. Lo que ocurre en el escenario de la educación superior del gigante asiático es digno de comentarse también.
Howard French, periodista de The New York Times, publicó hace unos días (NYT, 28/10/05) un muy interesante artículo sobre los propósitos del gobierno chino por hacer de sus universidades instituciones de clase internacional. China pretende transformar sus más importantes universidades en las mejores del mundo en una década, para lo cual está invirtiendo miles de millones de dólares en atraer a muy prestigiados profesores, a quienes ofrece construirles laboratorios de investigación de primera clase. Este esfuerzo es uno de los más recientes en el afán por elevar el perfil de China como gran potencia.
Esa nación ha realizado una de las expansiones más rápidas en educación superior registradas en los últimos años, habiendo incrementado diez veces el número de estudiantes de licenciatura y doctorado en una década.
El modelo con el cual los chinos pretenden alcanzar su ambicioso objetivo consiste en reclutar a los mejores académicos de origen chino formados en universidades extranjeras de gran prestigio, poner a su disposición laboratorios muy bien equipados, rodearlos de los estudiantes más brillantes y darles una formidable libertad de acción.
French señala que el enfoque primordial se está dando en las áreas científica y tecnológica, las cuales reflejan las necesidades de desarrollo de ese país. Pero, subraya el periodista del The New York Times, también son un reflejo de las preferencias de un sistema que es todavía muy autoritario que se caracteriza por sus grandes restricciones a la libertad de expresión. En este sentido, se ha puesto poca atención a las disciplinas que generalmente emplean el pensamiento crítico acerca de la política, la economía y la historia. Dentro de los círculos intelectuales se reconoce -aunque de manera indirecta y con ciertos eufemismos- que las limitaciones al debate académico podrían ser un obstáculo a los esfuerzos por crear universidades de clase mundial.
Por otra parte, las cifras en el crecimiento del sistema educativo son abrumadoras: en sólo una generación, China ha aumentado la proporción del grupo de edad en educación superior hasta llegar a 20 por ciento, comparado con 1.4 por ciento que tenía a finales de los años setenta. En la actualidad, tan sólo en el campo de la ingeniería se están formando más de 400 mil profesionales, junto con 48 mil con grado de maestría y ocho mil con doctorado.
Asimismo, hay que señalar que la magna inversión se ha centrado sólo en unas cuantas universidades. Además, los bajos costos de la mano de obra en China han sido un factor relevante para alcanzar tan magníficos resultados. Así, lo que cuesta instalar un laboratorio de alto nivel en ese país es diez veces menos que en Estados Unidos.
Sin embargo, lo que sigue resultando un obstáculo para el desarrollo pleno del conocimiento científico es la falta de autonomía de los investigadores locales. Contrario a lo que ocurre en la mayor parte de las instituciones universitarias del llamado mundo occidental, a los estudiantes chinos no se les estimula a pensar críticamente. Está haciendo falta, entonces, fortalecer más la innovación y el pensamiento independiente.
El modelo de las grandes universidades norteamericanas y europeas que el gobierno chino intenta emular ha basado su eficacia, precisamente, en haber logrado combinar una alta disposición de recursos y un impulso irrestricto al pensamiento divergente. El caso de las universidades chinas parece mostrar un intento sin precedente por proveer grandes recursos a las disciplinas científicas y tecnológicas, pero sin otorgarles los niveles necesarios de libertad académica. También sirve para recordar que las ciencias sociales y las humanidades constituyen una herramienta esencial en el conocimiento y reconocimiento de toda sociedad que se proponga insertarse plenamente al mundo contemporáneo.