Formar parte de los circuitos internacionales de generación y difusión del conocimiento es un imperativo que guía a varias universidades y centros de investigación en muchos países del mundo. En un artículo publicado recientemente por Jamil Salmi, coordinador de educación superior del Banco Mundial (http://portal.unesco.org/education/en/files/55825/12017990845Salmi.pdf), se analizan los desafíos que implica el establecimiento de las universidades globalmente competitivas, las cuales, además de ser llamadas world-class, también se les denomina como “de élite” o “insignias”. Parafraseando a Bourdieu, podría decirse incluso que en el universo de las universidades que existen en nuestros días, la denominación “de clase mundial” es el símbolo de distinción más anhelado por las instituciones que pretenden destacar por encima de sus pares nacionales e internacionales.
La denominación de marras no se consigue por autodenominación, sino que es el resultado del reconocimiento mundial. Durante mucho tiempo, éste provenía de una calificación subjetiva basada principalmente en la reputación. Tal era el caso del conjunto de universidades estadunidenses ubicadas en la costa Este, conocidas como la Ivy League (Harvard, Princeton, Yale, Columbia, Cornell, Darmouth College, Brown y Pennsylvania), las británicas de Oxford y Cambridge, y la Universidad de Tokio. Sin embargo, en los últimos años las clasificaciones o rankings, como las elaboradas por el Times Higher Education Supplement (THES) o la Universidad Jiao Tong de Shangai (UJTS), han proporcionado formas más sistemáticas y “objetivas” para identificar y clasificar a las “universidades de clase mundial”.
Como se sabe, la clasificación del THES selecciona a las 200 principales universidades del mundo, basándose principalmente en su reputación internacional expresada por grupos de académicos y empleadores, así como en datos cuantitativos que incluyen el número de estudiantes y profesores internacionales, además del número de citas en revistas internacionales de investigación de los académicos. Por su parte, la metodología de la UJTS utiliza como indicadores el desempeño académico y de investigación de profesores, investigadores y ex alumnos. Las medidas incluyen publicaciones, citas y premios internacionales como el premio Nobel o la medalla Fields. La lista de la UJTS presenta a las 100 universidades en forma ordinal y las 400 siguientes se agrupan en conjuntos de 50 o 100 instituciones. Según la primera clasificación, la UNAM ocupó en 2006 el lugar número 74, y en la de la UJTS se ubicó entre el 150 y el 200, junto a la Universidad de Buenos Aires (UBA) y algunas universidades españolas, y un poco atrás de la Universidad de Sao Paulo (USP).
Cabe recordar que en ambas clasificaciones la mayoría de las universidades que ocuparon los primeros 20 lugares pertenecían a un puñado de países. En la de la UJTS, 17 se ubican en Estados Unidos, dos en Reino Unido y sólo una en Japón. La clasificación del THES aumenta el número de países al incluir instituciones de China, Australia, Francia y Singapur.
Los elevados resultados de estas instituciones en materia de ciencia y tecnología son atribuibles, según Salmi, a la combinación de tres conjuntos de factores: 1) una alta concentración de talento (profesores y estudiantes); 2) abundantes recursos para ofrecer un rico ambiente para el aprendizaje y la realización de investigación avanzada, y 3) una serie de aspectos que propician una gobernabilidad favorable que estimula una visión estratégica, innovación y flexibilidad, que permiten a las instituciones tomar decisiones y manejar recursos sin ser obstaculizadas por la burocracia. En cuanto al primer elemento, el autor subraya que las “universidades de clase mundial” son capaces de seleccionar a los mejores estudiantes y atraer a los más calificados profesores e investigadores. De paso critica los poco rigurosos procesos de selección de estudiantes de la UNAM y la UBA, señalando que su enorme población estudiantil les ha impedido llegar a las “ligas mayores”, a pesar de contar con algunos excelentes departamentos y centros de investigación que pueden considerarse de clase mundial. Respecto de los recursos financieros, las “universidades de clase mundial” cuentan con cuatro fuentes de financiamiento: presupuesto financiado por el gobierno para gastos de operación e investigación, contratos de investigación con organizaciones públicas y firmas privadas, las ganancias generadas por los fondos patrimoniales (endowments) y las donaciones, y el pago de colegiaturas de los estudiantes. Para dar un ejemplo de lo que puede llegar a ser el fondo patrimonial de una universidad, el de Harvard ascendió en 2006 a casi 29 mil millones de dólares. La tercera dimensión, referida a la adecuada gobernabilidad, concierne al marco regulatorio general, el ambiente competitivo y el grado de autonomía administrativa de que disfrutan las universidades en cuestión.
Finalmente, Salmi sugiere dos grandes vías para el establecimiento de nuevas “universidades de clase mundial”. La primera, de naturaleza externa, se refiere al papel del gobierno en sus diversos niveles (nacional, estatal o provincial) y los recursos que se deben proporcionar para elevar la estatura de las instituciones. La segunda se relaciona con las instituciones mismas y con los pasos que deben tomar para convertirse en instituciones globalmente competitivas. La experiencia reciente en el ámbito internacional muestra una serie de iniciativas que están ocurriendo en diversos países y regiones del mundo para mejorar sustancialmente el nivel de sus principales universidades. Esto es una muestra del interés que tienen los gobiernos y las instituciones por acoplarse a esta tendencia. Habrá que seguir la pista a estos procesos para valorar las implicaciones que tiene para las universidades mexicanas.