A lo largo de la multicentenaria historia de las universidades, la autonomía ha demostrado ser un elemento fundamental para que éstas puedan cumplir sus fines de enseñar, investigar y difundir el conocimiento. Cuando se crearon los primeros establecimientos universitarios, en los siglos XII y XIII, el principio de autonomía tuvo como principal objetivo la defensa contra la injerencia de los monarcas y del alto clero. Esto ayudó también a las asociaciones de estudiantes y maestros a concebir ideas más audaces sobre la corporación universitaria y la libertad académica, que en ese tiempo fueron básicas para el crecimiento de las universidades como estamentos separados dentro de la comunidad medieval. De hecho, nunca como en esa época el margen de autonomía disfrutado por las universidades ha sido tan amplio.
La universidad que los conquistadores españoles trasplantaron a América Latina fue una institución dependiente del rey y del papa. El nombre de la primera universidad creada en México no deja duda de ello: Real y Pontificia Universidad de México. Además de carecer de autonomía, ésta era una universidad cuya finalidad era más la preservación de la fe que la búsqueda del conocimiento. No podía ser de otro modo en una época en la cual España era un bastión de la contrarreforma. Fueron pocos los establecimientos universitarios creados durante la época colonial, de modo que su carácter era en extremo elitista, en un país donde apenas un segmento muy pequeño de la población sabía leer y escribir.
A finales del siglo XVIII en Europa, Kant sostenía que la autonomía estaba ligada a la facultad de pensar con libertad y con independencia frente a la exigencia de los poderes ajenos a la razón. Un hecho notable fue que a principios del XIX se establecieron las primeras universidades europeas que consiguieron integrar la docencia y la investigación. Fueron éstas las pioneras en la institucionalización de la ciencia dentro de la universidad. Un elemento fundamental para el desarrollo del modelo creado por Guillermo von Humboldt en la Universidad de Berlín, fue contar con una libertad académica plena y con el apoyo del Estado para el financiamiento institucional. Aun cuando las universidades alemanas no fueran del todo autónomas, puesto que los nombramientos de los profesores estaban a cargo del Estado, sí disfrutaban de amplios márgenes para determinar los temas de investigación. Von Humboldt consideraba que la intervención del Estado en los asuntos universitarios debería de ser siempre limitada, e incluso podría llegar a convertirse en un obstáculo para el funcionamiento de las universidades y otros establecimientos académicos. Como se sabe, la difusión del modelo alemán, con su exitosa conjunción de investigación y docencia, alentó el desarrollo de las grandes universidades de investigación.
Por aquella época, el modelo de universidad que se extendió por América Latina fue el napoléonico, en el cual la universidad es meramente un establecimiento que agrupa a facultades profesionales aisladas entre sí. Este modelo hizo que el arraigo de la ciencia fuera muy incipiente debido al dominio de las profesiones liberales en las universidades de la región. La difícil e inestable situación política de México durante buena parte del siglo XIX también constituyó un obstáculo enorme para el desarrollo de la universidad y la generación de conocimientos. La clausura de la principal universidad del país duró más de cuatro décadas. En ese lapso funcionaron algunas facultades aisladas y, en algunas entidades del país, los llamados institutos literarios y científicos. No sería sino hasta la primera década del siglo XX que la nueva universidad nacional se fundaría, en medio de un clima de abierta agitación política. Sin embargo, logró sobrevivir a las difíciles condiciones impuestas por la lucha revolucionaria y la posterior reconstrucción de la vida institucional del país.
Muy cerca del fin de la década siguiente, irrumpió en el escenario latinoamericano el movimiento por la reforma de la Universidad de Córdoba. Era éste un fenómeno inédito en la historia universitaria de la región, encabezado por los estudiantes para exigir el fin de la universidad conservadora y aristocratizante. También, como ha sido señalado por diversos estudiosos de la universidad latinoamericana, significó la incorporación de las clases medias a la educación superior, antes reservada sólo a una pequeña minoría. Las principales demandas del movimiento de Córdoba —derecho de los universitarios a la elección de sus autoridades, participación paritaria de los estudiantes en los máximos órganos de toma de decisiones, libertad de cátedra e investigación, designación de profesores con procedimientos académicos, dirección y gobierno de la universidad por sus propios órganos directivos, aprobación de planes y programas de estudio, y elaboración y aprobación del presupuesto institucional— se extendieron a muchas de las universidades públicas de la región.
En México, la Universidad Nacional obtuvo su autonomía en 1929, aunque no completamente, porque el presidente de la república tenía reservado, entre otros, el derecho de nombrar al rector y vetar algunas resoluciones del Consejo Universitario. Posteriormente, en 1933, su existencia se vio amenazada cuando el Congreso aprobó una Ley Orgánica que otorgaba la autonomía total a la universidad y se le retiraba el carácter de “nacional”. Además, el Estado se deshizo de la responsabilidad financiera al otorgar por “única vez” un fondo de 10 millones de pesos. Aunque esta ley fue revocada poco tiempo después, la UNAM atravesó por un largo periodo de inestabilidad que terminó con la promulgación de una nueva ley orgánica, en 1944. Este ordenamiento jurídico es el que sigue vigente. Si bien algunas universidades públicas de los estados ya contaban con autonomía, a partir de la ley de 1944 un número considerable de congresos de las entidades federativas comenzaron a expedir leyes de autonomía para sus universidades.
Con la creación de nuevas universidades públicas en diversos estados del país a lo largo de los años setenta, se establecen nuevos modelos de organización institucional, ajenos al viejo esquema basado en facultades y escuelas. Estos nuevos establecimientos universitarios afinan la idea de autonomía con la expresión del objeto social con que se crearon. Plantean también una nueva estructura organizacional y un nuevo modelo académico. También instituyen una nueva forma de gobierno menos vertical, con un sistema de representación más ágil y plural.
Uno de los fenómenos más recientes y que ha impactado directamente la autonomía universitaria es la rápida expansión de la educación. Este proceso ha modificado los límites de la relación entre la universidad y el Estado. Hasta la década de los sesenta, había prevalecido en la mayoría de las universidades un alto grado de autonomía, pero en la década siguiente el crecimiento acelerado de la matrícula tuvo lugar en un escenario de crisis económica y escasez de recursos financieros. En la década de los ochenta, el Estado comenzó a establecer diversos mecanismos de planeación, tendentes a racionalizar el uso de los recursos otorgados a las universidades. Hacia mediados y finales de esa década dieron inicio los primeros programas de evaluación. Así se inició la entrega de recursos condicionada al desempeño de instituciones e individuos. De esta manera, sin cambiar los ordenamientos legales —todo se hacía dentro del marco de un “escrupuloso respeto a la autonomía de las universidades”— la autonomía de algunas instituciones universitarias comenzó a acotarse. Al final de la década siguiente, el manejo del financiamiento se volvió aún más estricto cuando el principio de la rendición de cuentas y la fiscalización por parte de los congresos y organismos especializados de auditoría se hizo obligatorio.
Al mismo tiempo, para algunas instituciones la escasez y el ajustado monto de los presupuestos las condujo a procurar recursos extraordinarios. En algunos casos buscaron participar en los mercados de servicios mediante acciones de extensión académica, convenios con empresas y la creación de patentes, entre otros. Pero las dificultades en esta búsqueda se han visto agravadas por la escasa demanda del sistema productivo nacional, dominado por la industria transnacional. Asimismo, del lado del sector social, los recortes presupuestales y el exceso de normatividad para ejercer los recursos de las dependencias gubernamentales han vuelto muy complicado el pago de los servicios y acciones de las universidades con éstas.
De modo que se tiene un escenario en el cual las presiones del Estado y el mercado están acotando —o cuando menos tendiendo a reducir— los márgenes de la autonomía. Ante esta situación, la defensa del principio de la autonomía es un deber irrenunciable.