Por lo general, procuro no ser catastrofista, pero la noticia dada a los medios por el procurador general de la República (Milenio, 17/07/2010) de que en los cuatro años que van del sexenio han ocurrido 24 mil 826 asesinatos, me ha dejado muy preocupado. Para acrecentar esta zozobra, el estallido de un coche con explosivos en Ciudad Juárez presagia una escalada aún mayor dentro de la llamada “guerra contra el narcotráfico”.
Una muestra ominosa de la gravedad y alcances de tan terrible situación que se padece en varios estados de la república, lo constituye la enorme serie de atrocidades que se han cometido en muchos de los ajustes de cuentas entre las bandas criminales. Un museo de los horrores sería poca cosa frente a lo que se ha visto en el país en estos recientes años: cuerpos decapitados, colgados, quemados o disueltos en ácido, entre otras barbaridades. Tampoco han faltado los abusos en contra de ciudadanos por parte de policías y militares, así como los “daños colaterales” cuando aquéllos se hallan entre el fuego cruzado de los criminales y los guardianes del orden.
Conversando con una de mis hijas sobre estos temas, ella me preguntaba cómo es que se ha llegado hasta estos niveles de violencia y delirio criminal. Le señalaba que a mi entender en los 15 años recientes, la creciente demanda de los principales mercados de la droga (EU y Europa, principalmente) hizo que los denominados cárteles —primero colombianos y luego mexicanos— adquirieran un tremendo poderío económico y logístico. La expansión de los mercados también incluyó los propios países de origen de las organizaciones criminales. Con la abundancia de recursos económicos, pudieron comprar armamento en cantidades casi ilimitadas —en el caso mexicano, esto fue facilitado por la cercanía al mayor mercado de armas del planeta— y también corromper a gobernantes, policías e incluso militares. La lucha de las bandas organizadas por ganar espacios se volvió encarnizada.
Otro aspecto intrigante de nuestra conversación fue preguntarnos hasta dónde va a llegar la situación de inseguridad, de seguir las cosas en el mismo tenor. Pareciera que ante el número cada vez mayor de aprehensiones de integrantes de las innumerables bandas delictivas se tendrían que construir nuevas cárceles. Se ha visto también que es muy difícil desmantelar completamente las organizaciones por la gran flexibilidad con que trabajan y el reemplazo de los capos capturados por la policía o el Ejército. Además, no se sabe si existen procedimientos efectivos para rehabilitar a los delincuentes o si las prisiones siguen siendo “escuelas del crimen”.
Duele pensar que todo esto ocurra en el tan pregonado Año del Bicentenario, con su multiplicidad de actividades para conmemorar nuestra Independencia y Revolución —donde, por cierto, destaca por su derroche la Expo Bicentenario, instalada en Guanajuato—.
Lo terrible de la situación descrita en las líneas anteriores muestra que detrás del jolgorio aparece la sombra de nuestras enormes carencias y rezagos, no obstante los innegables avances. Seguimos siendo todavía un país con enormes desigualdades sociales, económicas y culturales. Nuestra democracia, a 100 años de la lucha por el sufragio efectivo, no acaba de cuajar, puesto que todavía se mantienen resabios del autoritarismo y la antidemocracia. El sistema de justicia no es pronto ni expedito y permite que se dé la impunidad y la corrupción. Continuar la lista acabaría con el espacio de esta columna.
Y ante este desastre también resulta conveniente preguntarse por el papel que la educación ha jugado o dejado de jugar, dentro del conjunto de factores que han propiciado el deterioro social que ha servido como caldo de cultivo para que se produzcan y reproduzcan las calamidades que hoy azotan a la sociedad mexicana.
Sin que sea el factor principal que lo haya propiciado, es justo decir que han faltado las oportunidades educativas suficientes para los cientos de miles de jóvenes (se habla de varios millones), muchos de los cuales tampoco tienen acceso a un empleo. Asimismo, parece que los valores que la escuela debería transmitir no han logrado penetrar en la conciencia de quienes han pasado por sus aulas. Más aún, los niveles de deserción escolar —que con mucha frecuencia se deben a razones económicas— también reflejan la incapacidad de la escuela por retenerlos.
Pero también a la hora de cuestionar la forma como el país vive la terrible situación de inseguridad y zozobra, se debe pensar en lo que la escuela puede contribuir para salir de ella. Sin duda, en la medida en que la escuela cumpla plenamente con las tareas que la sociedad le ha asignado —para lo cual requiere de los recursos financieros necesarios—, quienes egresen de sus recintos tendrán mayores elementos para realizar actividades productivas e influirán así en diversas áreas de la propia sociedad. Los beneficios de una buena educación han sido ampliamente probados: mejor cuidado de sí mismo y del medio ambiente, mejores ingresos económicos —en el corto o largo plazos—, mejores condiciones para ejercer la ciudadanía, desarrollo de conocimientos útiles al bien común, menor tendencia a la corrupción y contar con valores que promuevan la tolerancia y el respeto a las diferencias culturales, entre otros.
Es tiempo, entonces, de que los educadores de los diversos niveles comencemos a proponer y discutir propuestas concretas para superar el atroz estado de cosas que prevalece en el país.