Los han dejado sin dirección postal, sitio donde estudiar o lugar de trabajo. Les han quitado los saludos y el afecto de los suyos. Desaparecer le arranca al muchacho la posibilidad de ver y verlo, conversar y diferir si fuera el caso. No se ha ido a otro lado: lo han ido a un lugar sin coordenadas. Paradero desconocido. El 43 es un número lleno de sentido o, más bien, de sinsentido.
El jueves 20, desde Tlatelolco, hay tiempo para pensar y ver al ritmo del andar con otros. Y dejar que lo que se mira, interrogue. De cada 100 muchachos que inician la primaria, quizá 20 lleguen a la educación superior. A los otros 80 los ha abandonado el sistema educativo antes. También los han echado de las listas de asistencia. No aparecen ya en el pupitre. Marcha, entonces, una élite social que pudo conservarse en el sistema escolar a pesar de ser, lejos de lo contrario, un mecanismo surtidor de inequidad y causa de mayor desigualdad.
En contraste, dice la ONU que el 60% de los jóvenes en el mundo son ninis, pues ni estudian ni trabajan. Entre los 10 y 24 años de edad, nuestro planeta tiene a mil ochocientos millones de personas, de tal manera que mil millones se encuentran sin trabajo y sin escuela. Para tener una imagen asequible, equivalen a la suma de 10 mil entradas completas, a reventar, del Estadio Azteca. En México la cifra de adolescentes y jóvenes en esa condición es materia de debate, pero no anda lejos de los 7 millones.
Pasan. Van al Zócalo. Reclaman que el Estado se haga cargo de regresar a los 43 con vida. Exigen con todo derecho y razón. Quizás haya que incluir, piensa quien esto escribe, otros agravios, emparentados con el crimen en Iguala, aunque no se puedan comparar con la crueldad de la desaparición forzada, con la ausencia radical y la incógnita que no cesa y desvela: ¿vivirán aún?
En el grito por nuestros estudiantes de Ayotzinapa, al que se añaden otras miles de desapariciones, homicidios sin cuenta, de los que son muestra brutal los indocumentados en San Fernando y las mujeres asesinadas durante años en la frontera y todo el país, tal vez, me late, soterrado y sin saber decir su nombre, asome el reclamo por una desaparición distinta: la del futuro para la mayoría de los jóvenes en el país y el mundo.
La escuela y el trabajo permiten ubicarnos. Estar. De la primera se aguarda movilidad social, y del segundo una fuente de ingresos para vivir con dignidad. Escatimar esos dos referentes a tantos millones de jóvenes los lanza a un territorio sin brújula ni mapa conocido. No están donde debieran si la decencia fuese elemento central del proyecto de país. Cada año, en México, un millón deja la escuela entre los 6 y 18 años de edad. La mayoría no vuelve. Por otro lado, buscan empleo en el mismo lapso una cantidad semejante, la mayoría en vano: poco se puede esperar de una economía voraz que reduce empleos y recursos para la mayoría, y hace crecer sin límite las ganancias de los menos.
Sin espacio en las aulas ni chamba posible, conforman una enorme masa de talento, energía y capacidades truncas que se pierde. De manera simbólica, pero real, desaparece su futuro y surge una manera de ser definidos por negación: no estudias, no trabajas, no eres, no existes. Sobras, estorbas; lastras a la catorceava economía del mundo. Quítate o Prospera.
Un futuro estrecho, si acaso en el mejor de los casos, raja las expectativas. Cuando en una sociedad esto ocurre, pierden su rostro social millones de vidas por vivir. Sin la barbarie de la desaparición forzada, una juventud sin futuro se sale de las cuentas por la grieta de la injusticia. No hay país con horizonte cuando desaparecen, impunemente, 43: son reales, sí, y también un símbolo pues tampoco será viable si en su mañana millones no tendrán lugar. ¿Dónde están? ¿Dónde estarán?