Hay frases que son más que lugares comunes, ya de por sí estériles. Trillados, están ajados y roídos debida al uso sin medida: detienen el pensamiento y nos lanzan a la covacha de lo inevitable. Son tóxicas en cuanto suspenden la capacidad de entender las cosas. Culminan con la aprobación y aplauso general en la sobremesa, la plática de pasillo o en el café y, por lo visto, también cuando se pregunta algo que incomoda al presidente según consta, y que pese a las críticas reitera.
“Todo es cuestión de educación”. “Determinada tara en las relaciones sociales, como la corrupción, es cultural”. “Es un problema complejo, con muchas aristas”. “Hace 500 años pasa lo mismo, así que si no podemos cambiar de país, cambiemos de tema”. Si se me permite, en el mundo académico que atiende a los temas sociales, toda discusión se acaba cuando surge la frase: “es un asunto estructural”. Frente a estas “sabias” y profundas sentencias, el esfuerzo por comprender o actuar cesa. No hay remedio. ¿Para qué le mueves?
El alud de reformas constitucionales, tan celebrado, y sus leyes secundarias que se convertirán en lineamientos, instructivos, procedimientos y otros mecanismos para llevarlas a cabo, requieren una cuestión central: el papel del Estado como regulador y garante del cumplimiento de las leyes y sus derivados, del cual el principal responsable es el gobierno.
La reforma más aceptada por la población es la educativa, según encuestas publicadas por El Universal. Los anuncios en los medios en torno a la llegada súbita de la calidad a los procesos escolares —dado que ya está escrito en la Constitución— abundan. ¿Quién estará en contra de mejorar la educación en el país? Nadie, o casi. Pero sin un sistema de supervisión adecuado por parte del gobierno en turno, aún la más aplaudida de las modificaciones legales —que toca a la administración del suministro de formación a millones de personas— tiene riesgos de fracasar.
Sin pretender hacer una generalización, es ya conocido el caso de una maestra que luego de dos ocasiones en que en el examen de ingreso a la profesión docente quedó en los primeros lugares, no le fue asignada la plaza a la que, según las reglas, tenía derecho. Otros, con calificaciones más bajas, no tuvieron problema en ocupar los puestos. En la tercera ocasión, su lugar en la prelación fue menor, y entonces, para su sorpresa y coraje, se acercó un funcionario de la SEP que a su vez representa al SNTE en su estado, para decirle que con el aporte de 100 mil pesos tendría la anhelada posición. En este caso, no hubo regulación para el proceso de asignación, de tal manera que modernizando el sistema de ingreso, ya no se hereda la plaza, ni se vende el sitio en el magisterio por parte de quien lo ostentaba, sino que se cobra por obtener el derecho ganado: es un delito.
Otro integrante del magisterio, ubicado en distinta entidad, pidió a quien esto escribe que, sin decir su nombre, hiciera público que el impresentable consorcio SEP/SNTE que subsiste renovado, a pesar de ser el segundo lugar en la entidad —y por tanto uno de los más idóneos entre los idóneos, como ahora se les ha llamado— no obtuvo el ingreso, dado que el número 89, también idóneo, pero menos idóneo, buen amigo de los representantes de la dupla corporativa, le “ganó”. Al quejarse le dijeron: se trata de un profesor idóneo, pero fiel al gremio y a la autoridad, así que esmérate: tienes que hacer méritos.
Si son frecuentes o se amplían estas formas de conducción de los nuevos procesos, la falta de regulación —y la corrupción que suscita— no es un asunto cultural: lo que muestra es a una autoridad que falta a su deber, o entiende su deber como la falta de respeto a lo legal a cambio de ventajas. No es cultural: la impunidad es el cimiento y el cinismo su coartada. A plena luz.