Desde diciembre de 2012, durante todo el año siguiente y aún ahora, estamos en un proceso que, en una definición un tanto laxa, se ha dado en llamar Reforma Educativa. En realidad, la primera etapa (las reformas a los artículos 3º. y 73º. de la Constitución y con sus transitorios) se orientaron a la reorganización administrativa del sistema por parte de la autoridad en la materia: al artículo 3º. incluyó, entre otras cosas, en la definición de las características de la educación que imparte el Estado, que además de obligatoria, laica y gratuita, fuera de calidad. Es extraño que se tenga que decir que así debe ser, dado que no podría ser entendido de otra manera, pero en fin, así lo decidieron los congresistas.
Por otro lado, en la fracción XXV del artículo 73, el congreso se asignó la facultad, en exclusiva, de establecer los criterios y regulaciones sobre el Servicio Profesional Docente, SPD, de tal manera que los trabajadores de la educación pertenecen, a partir de esa fecha (la noche del 1 de septiembre fue aprobada para sorpresa de todos), a un “régimen especial totalmente distinto al del resto de los trabajadores del Estado”. Por último, se estableció que se daría autonomía al Instituto Nacional para la Evaluación Educativa (INEE), encargado de supervisar y dar lineamientos a las autoridades para realizar evaluaciones del profesorado, el sistema, los currículums y todas las dimensiones que intervienen en el proceso educativo.
Ya se han expedido las Leyes del SPD, del INEE y las reformas necesarias a la Ley General de Educación, reglamentaria del artículo tercero y pronto iniciarán su aplicación. Incluso – no está de más decirlo – se tuvo que incluir en un transitorio de la Reforma, que la SEP y el INEGI harían un censo de escuelas, alumnos y profesores, pues las autoridades desconocían la cantidad, ubicación y tareas que realizaban los docentes, la dirección precisa de los Centros de Trabajo Escolar y con certidumbre las y los niños inscritos en la educación básica.
En el 2013, ojalá no lo olvidemos, la SEP central y las de las entidades, tuvieron que hacer cuentas sobre las escuelas que administraban, los maestros a los que les pagaban y los alumnos que atendían, a mi juicio, que eso esté en la Constitución es una vergüenza y todo un signo de la importancia real que a la educación le han dado los diferentes gobiernos que hemos tenido durante muchas décadas. Los resultados del Censo se dieron a conocer un día antes de que se enviaran estas cuartillas a la generosa consideración de CONOCIMIENTO UANL, esto es, el 31 de marzo de 2014.
Situados en este contexto, propongo a consideración del lector dos aspectos que son y serán cruciales cuando esta reforma deje de ser política: la recuperación del nuevo gobierno del control del SNTE y los demás actores (no de la educación, como argumentan, pues apenas se han organizado los foros para determinar el Nuevo Modelo Educativo del país) y pase al intento de arribar a las aulas, donde se juega, cada día, la posibilidad, el fracaso, la maravilla o el desastre en el proceso de aprender.
El oficio de enseñar Iniciemos con la delimitación de la tarea que tienen encomendada: la de coordinar a las maestras y maestros de México. Y no hay nada mejor que iniciar con el recuerdo de una barbaridad, expresada por George Bernard Shaw hace 110 años: “El que sabe, hace; el que no sabe, enseña”. Este aforismo, generalizado, fue expresado en inglés de la siguiente forma, más cruel: “He who can, does. He who cannot, teaches”. ¿Enseñar es una tarea de impotentes, de personas que no saben hacer las cosas? Decir que esta proposición es infame, como la califica Lee S. Shulman, profesor de la Universidad de Stanford, se queda corta: es una estupidez, en el mejor sentido de la palabra, según la real academia: “Estupidez: Torpeza notable en comprender las cosas”.
Esta sentencia, escrita hace 110 años, subyace de manera generalizada en la manera de ver el trabajo de los docentes en el sistema educativo mexicano. Con tal percepción sobre uno de los actores centrales del proceso de aprendizaje en el país, la Reforma Educativa en curso no llegará a buen ni mal puerto: naufragará en el océano de la incapacidad, ahora sí, e ignorancia, notable, de lo que implica la tarea que ha de realizar una maestra o un profesor.
Lo escuchamos con frecuencia: ¿qué dificultad hay en ser profesora en tercero de primaria? Ninguna. Complicado es ser controlador aéreo, investigador nivel 3 del SNI, cardiólogo, senador o líder sindical. Eso sí que es difícil. Más allá del insulto a los maestros, importa comprender de dónde surge esta noción tan desvalorizada del oficio docente.
Una causa, importante, es haber reducido la noción de aprendizaje al ejercicio memorístico de captar y retener información, a raudales, pues todo el contenido de la licenciatura en historia ha de caber en pocos meses, en 200 días hábiles, si no se atraviesan puentes. ¿Listos? Arrancan: ahí les van los egipcios, los romanos, los persas… con estampitas de Fernández editores o en una tableta, da igual el soporte en que se finque la barbaridad.
Este hecho condiciona lo demás: si aprender es recordar por un corto tiempo lo que no se entiende (y no importa entender) con tal de sacar una buena calificación en el examen; si un profesor es declarado excelente cuando obtiene más de cien aciertos en una dudosa prueba estandarizada sobre el contenido de su materia y, para colmo de males, el 50% de los ingresos adicionales que necesita dependían del resultado de sus alumnos en la prueba ENLACE, hoy en revisión, resulta lógico que las destrezas de alumnos y profesores se orienten, como en el dominó, a la clásica regla: repetir, repetir y repetir.
Dedicarse a enseñar, es decir, a trabajar en la generación de espacios intelectuales que favorezcan el prodigio del aprendizaje, es una actividad humana de la mayor complejidad y requiere de conocimientos, saberes específicos, habilidades y destrezas variadas.
Andoni Garritz, uno de los más versados mexicanos en materia de enseñanza de la química y en general de las ciencias, me regaló la pista hacia Shulman, quien argumenta que una adecuada evaluación de las y los profesores no ha de agotarse (sí incluirse) en su valoración sobre lo que saben – en el contenido de las asignaturas de las que son responsables – sino en algo más complicado y central: el conocimiento pedagógico del contenido. De aceptar esta realidad, todo un reto, se podrá orientar la formación de nuevos profesores y actualizar a los que ya están en servicio con resultados que se reflejen en aprendizajes significativos.
“Nosotros, dice Shulman, rechazamos a Mr. Shaw y su calumnia. Con Aristóteles declaramos que la máxima prueba para el entendimiento (la forma más elevada del saber) descansa en la habilidad de transformar el conocimiento propio en enseñanza”. En realidad, el que puede, hace, pues aplica una fórmula, o un modo de actuar, sin tener que dar cuenta de su origen ni fundamento. No es cierto que el que no sabe, enseña: el artículo que comento termina con otra sentencia: “Los que saben (o pueden), hacen. Sólo aquéllos que entienden, que comprenden, enseñan”.
Aprender no es repetir. Significa apropiarse, pensar en orden y saber por qué lo que se hace ha de hacerse así y no de otro modo. Las profesoras y maestros que necesita la educación en México y el mundo han de entender, a fondo, el contenido que propondrán, pedagógicamente, a sus alumnos para que comprendan y ocurra ese olvidado proceso: entender. ¡Eureka!
Te voy a profesionalizar “TE VOY A HACER TU AUTOCRÍTICA”
Un día, hace muchos años, tuve la oportunidad de trabajar con un grupo que se dedicaba a hacer educación popular en un estado del sureste mexicano. Muy al estilo de esa época, en una reunión de revisión de avances y límites, un integrante del grupo dijo: “Manuel, te voy a hacer tu autocrítica”. Vaya frase. Disparate que hace reír al pasar por alto, sin parar mientes, en lo que conlleva: si la autocrítica me toca hacerla a mí por definición, no se vale que me suplantes. Es un monumento al autoritarismo. Le respondí: te atribuyes y ejerces, altanero y henchido de soberbia, la facultad de tomar el lugar que no más puedo ocupar yo, por estar vivo y ahí. Denunciarás, si es el caso, y reconocerás errores o dislates en mi nombre, pero por tu cuenta y desde el pequeño ladrillo de tu poder. Indemne: es un agravio.
Con algo parecido al estupor, por el desfiguro que implica, he visto a algunos notables intelectuales, líderes de opinión, colegas y portavoces de lo que ha de suceder para bien de la república, expresar una frase igualmente absurda, prepotente, dirigida a los maestros mexicanos: “los vamos a profesionalizar: nosotros sabemos cómo”.
Al igual que la crítica propia, nada más la puede hacer quien revisa sus pasos y dichos. Enunciar que desde la distancia que da el saber, supuestamente infalible, se va a dictar lo necesario para que sean profesionales los y las docentes mexicanas es una honda contradicción en sus términos: la primera condición para que un grupo de expertos sea profesional, consiste en que de verdad participen, como actores principales, en la regulación de su carrera específica, propongan las modalidades más adecuadas para ingresar, evaluar, promoverse, desarrollar su trayecto y, en su caso, salir del servicio que prestan. ¿Por qué han de tener la voz? Porque son los que saben, de primera mano, lo que hay que hacer, lo que cuesta y lo que estorba, para conseguir un bien público vital: el aprendizaje de los alumnos a los que atienden.
“Hacerlos” profesionales desde arriba o a partir de una inmerecida superioridad intelectual, es, paradójicamente, despojarlos ipso facto de su condición profesional: son incapaces, se supone, de prefigurar y regular procesos exigentes que conduzcan a lo que importa: mejorar el aprendizaje. La profesionalización es un medio, no un fin.
El objetivo es asegurar a cada niña o niño el derecho a contar con estructuras sólidas para comprender lo que lee y expresarlo con claridad. Contar con elementos lógicos en sus argumentos y conocer, para hacer posible su ejercicio cotidiano, las relaciones en que descansan tanto cálculos matemáticos como secuencias coherentes en el pensamiento ordenado y crítico, en un ambiente de respeto, digno en su infraestructura, con oportunidades culturales interesantes; espacio para jugar y meter, ya no de contrabando, al cuerpo a las aulas (no son sólo cerebro) y a una sana concepción del conocer que valga la pena… Aprender a ejercer, con lo que implica de esfuerzo pero con lo que rinde luego, la disciplina que vaya más, mucho más allá, de su disfraz: el silencio aterrado ante el poder.
Al ser una profesión relacionada con el servicio público del que ha de responder el Estado, como derecho exigible, para dar cumplimiento a la Constitución, otras voces han de intervenir en el diseño de los procesos específicos para hacer posible, y fértil, la carrera magisterial, pero nunca, a mi entender, sin ser ellos el asidero, el ancla, pues son los que la pueden llevar a cabo. No son ignorantes: entre ellos están los más inteligentes para generar espacios de aprendizaje. No son todos, pero están los necesarios, y muchos, para escucharlos, respetar su saber, confiar en su juicio y responsabilidad.
El sindicato y la SEP, durante décadas, se han esforzado por destruir ese talento. No han podido del todo: han dañado mucho, pero contamos con reservas de dignidad y decoro abundantes. ¿Ahora resulta que, sin su participación – no la de los corruptos y desobligados que existen en cualquier gremio – les indicaremos cómo ser profesionales? No soy quien para hacer la autocrítica a alguien. Sí cuestiono tal desprecio, y la premura con la que se desplaza a los que deberían dar la palabra principal en el nuevo diseño de los derroteros de una profesión docente, decente y digna, al servicio de la educación relevante en las escuelas del país. Ha faltado una voz: la más importante. Escuchemos.
En síntesis En atención a la tarea encomendada al magisterio, que no es trivial sino que implica contribuir de manera decidida a que los muchachos y muchachas en la escuela consoliden las estructuras cognitivas necesarias para aprender toda la vida, sostengo que son los intelectuales más importantes del país, pues fundan las bases de todo conocimiento posterior, escolar o no. Y por otro lado, sin escuchar su voz, llamarlos profesionales y profesionalizarlos desde la altanería, es un error. La Reforma Educativa, quizá, pueda tener un mejor futuro considerando la importancia de estos dos factores. Hay muchos más, pero el espacio y la capacidad de quien esto escribe tienen la enorme ventaja de ser limitados: eso suscita la crítica, el diálogo y el debate. Bienvenidos sean.