El autobús está maltratado: agujeros en el piso, pocas ventanas, asientos desvencijados. Huellas de viejos choques dado el óxido en la lámina. La palanca de velocidades rota, amarrada con mecate, y el parabrisas estrellado. Se abre la puerta de casualidad, descuadrada. Llantas sin la presión adecuada, lisas. La parrilla del techo llena de bultos. Un fardo parió un hoyo: quemacocos involuntario. Si prende, cuando arranca, la tos es ferina. Tres veces al embrague para que entre primera. Rechina todo. Va muy despacio.
La carretera no es tal. Terracería con alta densidad de baches por metro cuadrado. Si las inundaciones ahora se llaman encharcamientos, hay cráteres que la autoridad califica como grietas irregulares en el (ausente) asfalto. Puentes caídos o añorados: dos vigas de madera, colocadas más o menos a la distancia equivalente del eje entre las ruedas, hacen las veces de cuerda de alambrista para cruzar barrancos. Deslaves añejos. Brecha si acaso, y mal cuidada.
El joven del traje gris y su equipo ponen el grito en el cielo. Deciden, de inmediato, cambiar las cosas. Basta. No venimos a administrar el asunto, sino a transformarlo. No se puede ir tan despacio. Urge acelerar el traslado. ¿Qué hacemos? Vayamos a fondo: metamos a la cárcel a la coadministradora del cacharro y evaluemos a los choferes. Ahí está el problema, pues manejan muy mal. No tienen ni idea de motores modernos —según la prueba ESCAPE— ni podrían manejar el Jaguar de un modesto senador. Tendrán licencia para conducir, y contrato, siempre y cuando aprueben varios exámenes. Si no logran llegar más pronto, que pasen a retiro o trabajen en otra cosa. ¿Corbata obligatoria? Por supuesto.
Como toda alegoría, el relato anterior y lo sucedido en materia educativa en los primeros nueve meses del sexenio actual, tiene límites al cargar las tintas, pero conserva miga y sentido. Si el camión simboliza al sistema educativo y el camino a la enorme desigualdad en que opera; si el estado calamitoso del vehículo es resultado de la indolencia del Estado, de sus impresentables alianzas con “poderes fácticos” que el PRI creó sin parar mientes en el daño que causaba tal complicidad; si el camino también es una concepción educativa deplorable, con programas de estudio que corroen el talento, quizá, entonces, podamos entender la complejidad del problema educativo que tenemos, y lo parcial de la solución mágica propuesta: evaluar a las y los profesores, modificar los términos de sus relaciones de trabajo, “profesionalizarlos” desde arriba, sin que participen en definir los procesos de conducción y valoración del desempeño de su oficio.
Es indudable la relevancia de la capacidad del magisterio para llevar adelante los procesos de aprendizaje. La conducción de un proceder tan importante es tarea de profesionales. Hay mucho qué hacer para que incrementen sus habilidades y destrezas, en efecto, pero también harto que rescatar de cientos de miles que lo saben hacer, y muy bien. Lo han hecho durante décadas a pesar del destrozo del salón y la vereda, la obesidad de los planes de estudio y el costal de trabajo burocrático, infame, cotidiano. Como en todo gremio, hay gandules, gorrones y cómplices del daño al autobús, y hay que impedir que persistan en ello, pero la generalización es injusta. En el caso de las maestras y mentores, en estos días, incluso se ha llegado al racismo.
Un nuevo cauce a la educación en el país incluye a los profesores, pero fincar en ellos causa y solución exclusivas es erróneo. Importan la carretera y el camión: programas de estudio apasionantes, la creatividad colegiada para diseñar el trabajo, dotar de infraestructura digna sobre todo a los excluidos de este derecho, invirtiendo más y bien donde hay menos condiciones favorables de contexto. Es preciso un horizonte educativo, hoy soterrado bajo el falso dilema: se dejan evaluar o no.
No apoyo bloqueos. Me aterra que sólo así alguien atienda. Discrepo de la prisa y la indignación hipócrita. Aprecio a las instituciones: que en el parlamento se hable, se piense y vea más allá de los aparatos de control, estridentes en calles, radios y pantallas, o agazapados en el silencio abyecto. ¿Balance? Riesgo e incertidumbre. Humo.