En el Museo de Antropología el Presidente anunció ayer las iniciativas que, a su juicio, transformarán la educación en México. Esas modificaciones a la Constitución, y su impacto en los ordenamientos legales respectivos, tienen como objetivo, afirma, recuperar la rectoría del Estado en la educación mexicana.
No cabe duda: es importante que desde el discurso presidencial, y en consonancia con las fuerzas políticas predominantes, se reivindique el mando exclusivo de la autoridad constitucional en esa dimensión de la vida social. No es trivial, por ende, que se estipule con toda claridad el Servicio Profesional de Carrera Docente, así como la necesidad de un Sistema Nacional de Evaluación, cuyo cimiento resida en la autonomía del Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE).
Pero, ¿cómo asegurar que las modificaciones a las leyes no se queden en la celebración de su enunciado? En este caso, tanto el procedimiento para regular la carrera magisterial como el sentido profundo de un sistema de evaluación independiente requiere un horizonte, un proyecto educativo, ausente desde que los indicadores y las metas a superar suplantaron a las ideas.
En Ciudad Universitaria, también ayer, se llevó a cabo un seminario en el que se discutió el documento Transformar el sistema educativo nacional: 10 propuestas para 10 años. Este texto aspira a contribuir en un asunto que requiere toda media o proceder que se estipule en las leyes: acordar el horizonte, el rumbo que hay que tomar para que la educación en el país sea un instrumento de equidad, inclusión social y desarrollo. Proponen, como objetivo del esfuerzo educativo, el imperativo ético y político de asegurar, a todos los mexicanos, el acceso al saber tanto por sus beneficios instrumentales (los conocimientos para descifrar el mundo en que vivimos y la capacidad para aplicarlos y renovarlos en la dimensión laboral), como por el conjunto de bienes simbólicos, culturales, en la lógica de la comunicación con el otro, su reconocimiento como parte de un nosotros y, por ende, en el bien público que significa educar al construir relaciones de solidaridad, generar la actitud moderna fundamental: la crítica, raíz de una ciudadanía responsable, exigente de la transparencia y rendición de cuentas de la autoridad, sabedora de sus derechos y dispuesta a cumplir sus obligaciones en un marco de legalidad democrática, legítima, a preservar.
Para que las modificaciones legales anunciadas rebasen su sentido literal es preciso contar con un proyecto. No tiene que ser ese —es una propuesta, valiosa a mi juicio—, pero ha de haberlo, pues sólo la prefiguración del papel de la educación en la construcción de un país que luche contra la desigualdad como tarea central puede guiar los requisitos de la profesión docente y al propio sistema de evaluación. Sin un proyecto claro, las mejores intenciones corren el riesgo de convertirse en buenos deseos: foto y fulgor de ceremonia.