Algunas apresuradas. Luego todas. Es hora. Volvieron a dibujar parques, banquetas y camellones. Jacarandosas. A pesar de los pesares brotan: muestran que la vida sigue con lo que trae consigo, luz y nubarrones. Para cada quien. Para todos hay.
Como esas flores incomparables y nuestras, salen ahora miles y miles de jóvenes a buscar un lugar en el tren de la promesa legendaria: estudiar, ser alguien en la vida. Se inscriben unos al examen del bachillerato, el Único; otros a los de las universidades. Son tercos. Quieren caber. Saben que la mayoría de sus colegas en eso de los estudios ya se fueron o los fueron. No están más. Tampoco ignoran que de cada 10 entrarán a lo mucho dos a la Nacional. Deben calcular muy bien las opciones que se anotan preferidas, pues hay escuelas en que nomás entran los muy matados. “¿Cuál pusiste primero, la Prepa 6 o Bachilleres 10? Aguas: es peligroso poner primero la 6, porque no te la dan; mejor una más fácil, así le atinas a que te den la primera. No le hace, aunque no entre, la 6 me late. Pues allá tú… ¿Cómo le hago, pá? ¿Tú qué harías? Pregúntale a tu madre, ella sabe… ¿Y si repruebo, si no quedo, con qué cara voy a salir a la cuadra?” Platican, dudan, comparan, piensan. “En una de esas sí entro…”
Sabiendo ver, cuando prenden las jacarandas en la ciudad de México —y otras flores en distintos rumbos del país— también se abren las ganas de seguir estando. Van. Miles contra todos los pronósticos. “Quién quita y la hago”. Los más, si entran, serán los primeros de su casa en llegar tan lejos en los años con pupitre y credencial. Pioneros. Otros caminarán la vereda escolar ya pisada por los de antes, pero ese antes era otro: cabían. Ese país daba lugares. Hoy los regatea. Y, colmo de males, hay que acumular más certificados para intentar subir. Al menos con la ilusión de no caer… tan rápido.
Si entrar es difícil, digamos a la prepa, aguantar está peor: cada día hábil de las dos centenas que acabala el año escolar, en promedio 3 mil de los que lograron entrar abandonan las aulas: se van, los van. 100 salones con 30 mesabancos quedan vacíos. Tic tac: 24 horas.
Una sociedad es sólida en la medida en que su sistema de expectativas de movilidad social sea creíble y funcione. No es ya lo que sucede en nuestro país. Se está erosionando. A la esperanza de esos muchachos y muchachas en la educación se le ponen trabas, muros y barrancos porque los sitios escolares, como la propia sociedad, se han segmentado: hay primera, segunda y tercera clase en el tren, y no todos alcanzan a subirse. Por si fuera poco, al andar, muchos vagones, sin pasajeros ya, se desenganchan.
La desigualdad empuja a este proceso, y luego el trancazo escolar la profundiza: crecen los excluidos. Son más, cada vez más, los que no caben o se caen de un ferrocarril que antaño llegaba casi completo. Y fuera de las aulas no abunda, qué va, el trabajo decente; es más, ya escasea hasta el indecente, el que no permite conseguir lo necesario para vivir con horizonte. Se saca con esfuerzo para el diario, para vivir al día haciendo bolsa común con los de cerca. Por ahí vamos. La tolerancia común frente a estos niveles de desigualdad y exclusión es enorme, e inversamente proporcional a la estabilidad y dignidad sociales. Es vergonzosa.
Las jacarandas persisten. Las nuevas generaciones todos los años intentan treparse al tren educativo. Que no nos cale y pese la inequidad, es como si no importase vivir en esta ciudad sin jacarandas. Gris para todos lados. Vías tapadas.