Las palabras importan. No son ninis. Cuando se dice que hay 7 millones de jóvenes que ni estudian ni trabajan parecería que, teniendo oportunidad de hacerlo —con abundantes sitios de calidad educativa y un conjunto amplio de trabajo decente— los rechazan: son una punta de vagos. Ni lo uno ni lo otro, o ambas cosas, por flojos. Si hoy ser joven, y pobre, significa peligro, al endilgarles el adjetivo de ninis los acabamos de amolar.
Por elemental decoro intelectual hay que evitar ese sambenito hipócrita endilgado a las personas excluidas. Las califica cuando el asunto es sustantivo: ese inmenso conjunto de compatriotas, entre los 15 y los 29 años, son los jóvenes que la obcecación por parte de las autoridades en un modelo de desarrollo rapaz y avaro en la distribución de bienes públicos valiosos; la corrupción impune y nuestra incapacidad de crítica y organización ciudadana suficiente, los han dejado sin estudios y sin trabajo digno: carentes de un sitio social. En realidad son sinsin, si vale la sigla. Así lo ha propuesto David Calderón, en Mexicanos Primero, y de ese modo se procura ganar el espacio de las palabras desde el portal periodístico Educación a Debate. Es enorme la diferencia entre calificarlos como ninis, o ubicarlos como sinsin.
Son millones. La métrica ha de revisarse, no está por demás; pero lo crucial es que su situación, sin futuro y sin coordenadas sociales que conduzcan a la esperanza de un porvenir de esfuerzo, sí, pero con certidumbre, no es (siempre) el resultado de opciones tomadas, sino de caminos cerrados. Y cuando son decisiones que rehúyen la vía de una educación pésima y trabajos precarios, la preocupación ha de ser mayor. No hay situación más peligrosa para un país que la pérdida de las expectativas, compartidas, de un mejor mañana; la crisis más honda proviene de la erosión del sistema institucional que hace posible valorar instrumentos legales para la movilidad social que refutan a la noción de que origen es destino.
Las cifras de la OCDE: de los 7.6 millones de jóvenes sin ubicación educativa o laboral, 2 millones tienen entre 15 y 19 años: edad para estar en la educación media superior. Otros 2.6 andan entre los 20 y 24, cuando es esperable que participen de la educación superior y el restante 2.6 tiene más de 25 y llega a 29, momento en el curso de la vida en la que lo esperable es que una muchacha tenga un trabajo que la hace independiente, sea o no madre, esposa, soltera… o un muchacho cuente con un oficio para participar en la vida social, sea o no padre, esposo, soltero o aún habitante de su casa de origen.
¿Esos muchachos no encuentran sitio en las escuelas? Sí, hay muchos para los que las puertas cerradas en las prepas o la universidad atajan el camino. Pero ojalá el problema fuera, principalmente, de demanda no atendida: lo cruel es que la inmensa mayoría son muchachas que, antes de terminar la educación básica, fueron expulsadas, lanzadas de la escuela por razones académicas o económicas atadas a la costumbre que las hace fuerza de trabajo servil, obligatoria y gratuita, o muchachos que, antes de acabalar la secundaria e incluso la primaria, se fueron a trabajar. No alcanzaba para el gasto en sus casas, menos para los costos de estudiar. La cifra es contundente: se pierden 700 mil alumnos al año en ese ciclo previo, mínimo. Entonces, al llegar a los 15 o más, no tienen el certificado que les permita tocar la puerta, si hubiese lugar suficiente, ni en la prepa ni en la educación superior. Se quebró su expectativa antes. Sin educación de calidad, sin trabajo con elementales bases que los hagan dignos y certeros, andan en la peor de las veredas: sin futuro.
Ni cara ni vergüenza tienen los que alegan que no hay problema, que la mayoría son mujeres amas de casa: falso. Hay amas de casa —como dicen— pero millones de muchachas están presas en las casas, explotadas… Hay causas hondas y responsables principales: la desigualdad y la pobreza, por un lado, y las autoridades sin vergüenza, sinvergüenzas, que intentan minimizar el asunto. Es el futuro, señores del poder agónico; no el suyo, mediocre por definición y soberbia. Es el del país. Y, por ahora, está roto para esos chavales y, por ende, para todos.