A los 15 años todos los jóvenes mexicanos deberían estar en la escuela. Eso dice la Constitución, la lógica y la más elemental decencia de un país que pueda ver de frente los ojos de sus muchachos, de su futuro. A esa edad, si se hicieran los estudios en orden y bien, se cursaría el último año de secundaria, con el que se cumple la educación pública, laica, obligatoria y gratuita. Una nación, como nos enseñó la Nueva Escuela de la II República Española, proyecto educativo cada vez más vigente, sabe lo que es hoy presumiendo el monto de sus reservas, su crecimiento económico o la modificación al alza del Producto Interno Bruto, pero no hay más sendero para saber lo que será mañana que su nivel educativo, tanto en su grado de inclusión social como en la calidad de sus procesos.
En nuestro país, de acuerdo al Censo 2010, hay 2 millones 264 mil personas con 15 años en las alforjas. Si estas cifras nos son un tanto inmanejables por su magnitud, podemos recurrir a unidades de medida más interesantes: cada lleno en el Estadio Azteca contiene 100 mil aficionados. Los jóvenes de 15 años en México equivalen a 22.6 entradas, hasta el tope, en el Coloso de Santa Úrsula. Son muchísimos.
Sabemos, por otro lado, que tan solo la mitad de ellos permanecen en la escuela. Un millón 132 mil han dejado de estudiar en años previos. Su abandono (se han ido, los han echado las circunstancias, la miseria a secas o la miserable y árida calidad de la educación previa) produce un hueco en los salones, deja pupitres vacíos, pero más importante, lastima el provenir culto y crítico del país al que nos importa pertenecer.
Son muchas entradas completas al Azteca, pero otra imagen nos ayuda a entender la magnitud de esta desgracia: al dividir a los que ya no estudian entre 40, para suponer grupos de cuatro decenas de alumnos, aparecen, en la imaginación, 28 mil 304 salones vacíos. Asignando a cada uno, con relativa arbitrariedad, 10 metros de largo, y puestos en "fila", generan una serie de 283 kilómetros de aulas huecas. Aproximadamente la distancia entre la ciudad de Cuernavaca y Querétaro pasando a todo lo largo del Distrito Federal. Impresiona recorrer, en la mente, tantos espacios posibles para la educación cerrados, silenciosos, con polvo y sin chavales. Cada quién puede, según su ubicación geográfica, hacer la fila de salones abandonados usando 283 kilómetros entre una ciudad y otra. La que sea, cala.
Es un shot de realidad que no mueve a risa, señor. Es bosquejo del fracaso de un sistema educativo ahorcado. Si la educación básica obligatoria es posible nada más para uno de cada dos jóvenes mexicanos, nuestro mañana es pavoroso. Aunque se pueda vivir, hoy, con seis mil pesos según un experto en economía, haya las más grandes reservas de la historia o el crecimiento económico sea considerable este año, es el mañana el que no viene nada bien.
¿Por qué hemos llegado a tal nivel? Con toda razón hemos de luchar contra la inseguridad. Hay mucho qué hacer, pero no olvidar que el responsable de la seguridad en el país y para sus habitantes es el gobierno: no nos toca hablar o negociar con los criminales. Pues con la misma coherencia, hay que pelear contra la exclusión de la mitad de los muchachos mexicanos de, al menos, la educación básica.
Si nos asomamos a la calidad promedio, las cosas se ponen peor. ¿A quién es preciso exigir que esta situación cambie? No nos toca ser interlocutores del SNTE ni de su presidenta vitalicia; en su caso, con ella ha de hablar la autoridad educativa pues es la que tiene la obligación, frente a nosotros, de brindar educación de calidad y para todos, al menos hasta la secundaria.
No es verdad -no comulguemos con esa enorme rueda de molino- que la "pobre" SEP, víctima llorosa, está secuestrada por el SNTE. No es inocente. Es y ha sido cómplice, y es y ha sido socia desde antaño con la dirigencia de ese aparente sindicato, del secuestro, ahora sí, de la educación nacional y del talento del magisterio. En este caso, como en otros, también vale la pena decir que si no pueden, renuncien; que ya basta; que estamos hasta la madre.