Si alguien pregunta qué vamos a festejar en las fechas centenarias, el Secretario de Educación Pública se inquieta "porque revela todo un estado de ánimo, a veces una mezquindad entre los mexicanos, pero la mayoría aplastante estamos convencidos que tenemos mucho que festejar... nuestro ser, nuestra cultura".
Es necesario, insiste, subrayar lo que nos une, "festejando nuestro ser, nuestra existencia, nuestra justicia (sic)". Molesto, dice que ya no le interesa escuchar a los mexicanos "de la visión negra, obscura, inquietante en el extremo tal que nos impide, incluso, movernos".
Conviene atender lo que significan las palabras. Mezquindad refiere a escatimar.
Hay algunos, entonces, que regatean, disminuyen o no hallan razones para festejar. Festejar, por su parte, remite a "celebrar algo con fiestas" y los festejos son "regocijos públicos". Celebrar tiene que ver con "festejar una fecha, un acontecimiento"; también con "alabar, aplaudir algo" y no está lejos, dice la Real Academia, de "reverenciar, venerar o realizar un espectáculo".
Por suerte, también es afín a conmemorar. Por tal se entiende "hacer memoria". Una conmemoración se liga al recuerdo, a la mirada atenta al pasado que para ser fértil no puede ser simplista (todo blanco o negro) pues se trata, en este caso, de la compleja historia de una nación. Los claroscuros llevan al gris. El cordel que nos puede unir no es el del optimismo ingenuo y superficial, ni el del pesimismo por afición, sino el de la reflexión crítica.
Conmemorar lo ocurrido con la educación en México en los últimos cien años es necesario. Hay luz y sombra. Sin el esfuerzo educativo nacional no seríamos, con todos nuestros problemas, el país que ya somos: el que conquistó, por ejemplo, el acceso a la posibilidad de saber antes vedado para la mayoría; el que teje su identidad (en buena medida) en los salones de clase. Los avances, limitados pero reales, para construir al ciudadano en una tradición de tribus y clientelas, y al ser humano que respeta las diferencias, valora la libertad y no el aplauso al que manda, han encontrado sitio en las instituciones escolares. En ellas aprendemos, y deberíamos profundizar, la pertinencia de haber construido un Estado laico, vital en nuestros días.
Esto ha de estar en la memoria sin cerrar el paso a profundas sombras: el autoritarismo que también contiene y ha reproducido en no poca monta; la incapacidad de brindar calidad al tiempo que se amplió el acceso a las aulas de los antes excluidos: hay cada vez más escuela para más mexicanos, pero en íntima relación, directa y dura, con la desigualdad que crece: siete de cada 10 estudiantes de la escuela básica nacional, en el sol de hoy, no saben leer ni escribir según la SEP; pero mientras en las escuelas privadas, en sexto de primaria, sólo el 1.6% de los niños no tiene suficiente capacidad para entender un texto y escribir de manera razonable, en las escuelas indígenas el porcentaje en la misma condición es incomparable: 42.4%. Hay que hacernos cargo de este hecho, aunque cale y, a mi entender, no es mezquino negarse a festejarlo. No se festeja el desastre, ni que el trancazo sea peor para los más desposeídos.
Al cumplirse 100 años del inicio de la revolución, y 90 de la creación de la SEP, la educación básica a cargo del Estado no es ya, casi, materia de la autoridad legalmente establecida, sino de la complicada red de intereses turbios e incapacidad del gobierno para poner en su sitio a la estructura dirigente de un sindicato mezquino en lo educativo, pero manirroto y oneroso en el cobro de facturas políticas. Esto lleva ya más de medio siglo de ir creciendo, hasta llegar a los niveles inauditos de la actual administración federal. Si por algún lado no pasó la transición ni de lejos, si en un sector se recrudeció el más dañino de los estilos clientelares del PRI, es en el educativo. De plano, se entregó la educación básica a un grupo de interés. ¿Hacemos una fiesta por ello? ¿Festejamos esta parte oscura? ¿Hacemos un espectáculo para festinar la acelerada desaparición de la esperanza social en el valor del saber y de la educación? No.
Festejar, sin más, conduce a la autocomplacencia. Decir que todo ha sido un desacierto es lo contrario, pero igual de estéril. Conmemoremos. Hagamos memoria. Celebremos la capacidad de crítica como un valor que no elimina el reconocimiento del avance relativo que se ha conseguido. No es poco. Sin embargo, lo retrocedido tampoco es menor. Que festeje el que quiera como dice el maestro Lujambio, pero me atrevería a proponer que ojalá muchos más, celebrantes o no, conmemoren, recuerden, piensen.
En agosto del 2010, en materia educativa, este escribidor no encuentra motivos para ir a una fiesta con cohetes y estridencia. ¿Por ello los que pensamos así somos mezquinos?
El entusiasmo, la mirada abierta al hoy y al futuro, recuperar la expectativa de un mejor mañana no es cuestión de pedir cuotas voluntarias de optimismo so pena de ser traidor, amargado o mala gente. Provendrá de una idea de país incluyente y de un gobierno que cumpla con su deber. Es eso, entre otras cosas, lo que se echa en falta.