La imagen no es un sueño: me asomo a un salón y veo pupitres, pizarrón y gises; una mesa que hace las veces de escritorio para el o la profesora, quizá un mapamundi o el cartel con los componentes del oído medio. Y ni un alumno: se fueron, no están. Tampoco hay ruido de recreo. Voy al que sigue, y al siguiente del que sigue y al inmediato en el orden de una fila interminable: son 680 salones vacíos.
En un país con tanta falta de educación para sus jóvenes, la noticia que el lunes con el que inició junio dio a conocer Silvia Otero en la primera página de EL UNIVERSAL es contundente: “17 mil niños migraron solos a EU en 2009”.
De ellos, reporta nada más a 3 mil que se marcharon buscando a alguno de sus padres o familiares, mientras que los otros 14 millares iban a solas a buscar trabajo. Como a los niños yunteros de Miguel Hernández les veo “masculina (o femeninamente) serios”, caminando. Ya sea en el desierto de Arizona o pagando a polleros que los hacinan en un camión cisterna para dejarlos cerca de la ciudad si tienen suerte.
Pero hay que atender a un dato crudo: esta es la cantidad de los que fueron deportados. ¿Cuántos habrán logrado su objetivo? No hay cifras: en este caso, la derrota en el intento aporta la cifra, y el “éxito” en la travesía no es contable.
Si se divide 17 mil entre 25 lugares promedio por salón, resultan las 680 aulas desiertas. Y si cada una midiese 10 metros de largo y estuvieran alineadas, habría que caminar casi siete kilómetros para recorrerlas por un pasillo enorme, asomando la cabeza y asombrando la mirada, llenándola de sombra, ante el silencio del hueco que en el sistema educativo significa que, en lugar de estar en la escuela, hayan intentado largarse de un país que no ofrece lo que allá sí se espera, ni consideran a la educación como un mecanismo que les ayude a mejorar el futuro. Muchos, lo sabemos bien, desde antes habían interrumpido los estudios básicos, esos que nos enseñan a leer, escribir y a pensar con cierto orden.
Su ausencia y el destino que buscaban —y que por fracasar nos enteramos— no deben pasar inadvertidos. Son muchos. Puede argumentarse que en comparación con los salones que existen su proporción es marginal; pero a mi juicio, esa objeción lo que muestra es lo marginal del cerebro que la postula. En este y otros casos, el tema resulta importante si no lo vemos como simple estadística.
Si imaginamos que uno de esos emigrantes deportados es nuestro hijo, nieta o tuviéramos que ser nosotros, o bien que es un paisano jugándose el pellejo tan temprano y ese dato magulla nuestra ética, entonces los salones vacíos son una vergüenza, un hecho que no sólo marca la estrechez de futuro que el país ofrece ya no digamos a sus jóvenes, sino a muchos miles de menores sin edad para trabajar ni andar huyendo de su tierra.
Las pruebas internacionales y las oriundas califican mal, muy mal, a la escuela mexicana y lo que aporta al conocimiento de sus alumnos. Es cierto. Ahora la noticia de esos salones vacíos, de casi siete kilómetros de silencio imaginariamente real, reprueban al país y a los responsables de su desarrollo. No es decente una nación que manda al riesgo y al enfrentamiento con la migra al menos a 17 mil chavales que, además de ir a la escuela, deberían estar jugando.
Cerrar los ojos a esta realidad es huir de otra manera. Mientras, los ojos de los niños deportados vuelven a mirar al norte, no a los salones desocupados: saben que por allá, de nuevo en el riesgo, hay algo de futuro. Acá no.