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Manuel Gil Antón

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Límites de la evaluación

Gil-Antón, Manuel. (septiembre 23, 2007). Límites de la evaluación. El Universal. https://archivo.eluniversal.com.mx/nacion/154463.html 2007-09-23

He aquí la “Teoría del Termómetro”: al enfermar un niño, sus padres emplean la barrita de mercurio para saber si, como decimos, “tenía temperatura”. A las 6 de la tarde 39 y medio. Le pusieron hielo. Las 9 de la noche 36.8 grados: ¡qué buenos son los cubitos para curar! En la madrugada, subió a 38 y décimas: untarle tomate en las corvas y destaparlo; en media hora bajó a 36 y medio: perfecto. ¡Qué maravilla el tomate! Al amanecer los grados a la alza: ve a la farmacia por unos supositorios, verás cómo le baja la fiebre de inmediato. Dicho y hecho. Fresco como lechuga. Lo curamos. Y así durante días hasta que al chaval ni el hielo, tomate o algún supositorio le funcionaban. Ardía. El médico, luego de la reseña de las tomas de temperatura y sus variaciones, dijo a los padres: “nadie se cura a “termometrazos”. Lo que tiene es una infección y eso es lo que hay que atender”.

En buena medida, el sistema educativo superior ha tratado de ser “curado” a “termometrazos”. Por ese camino no llegaremos lejos. Hace años, en el despacho encargado de la educación superior adquirió carta de ciudadanía una frase que se ha tornado lugar común: “aquello que no se evalúa, se devalúa”. La sentencia esconde una generalidad insostenible. Luego de vivir y observar múltiples procesos de evaluación en la vida universitaria, advierto que ocurre —paradójica y frecuentemente— que lo que se evalúa se devalúa o, en otras palabras, que lo mal evaluado produce un proceso simulado.

Es muy importante ponderar el trabajo de los profesores, la calidad de los programas de estudio, el avance en el saber de los muchachos... pero cuidado: la evaluación por sí misma y en dosis altas, como el termómetro, deja de ser un medio para averiguar lo que falla, entenderlo y procurar su enmienda, para convertirse en un fin. Entonces estamos ante una falacia: evaluar por evaluar para, entre una y otra, poner hielo o tomates (indicadores puramente formales) y así “mejorar” en la siguiente medición, retratar muy bien en la foto (disfrazados) y, por ende, obtener más dinero, prestigio o la felicitación del señor que en turno manda, decide cuándo, cómo y cuál termómetro usar. Amén.

No toda evaluación es oportuna: hay que hacerla bien; realizarla con un propósito que rebase la simple medición de “algo”. De hacerse mal, no ayuda: perjudica y no poco.

Para muestra, un botón: al juzgar a un grupo de profesores adscrito a determinado programa, los evaluadores —siguiendo un formato (termómetro)— indicaron que, para ser de excelencia, debían incrementar el número de doctores. Sin que fuese el 80%, “tendrían fiebre”. ¿Cuál fue el hielo o tomate empleado? Una desvergüenza: sacaron, sin pudor, del grupo a los jóvenes que no tenían doctorado aún y a los “viejos” que nunca lo iban a tener, de tal manera que al reducir sesgadamente el número total, arribaron no sólo a la proporción mágica sino la superaron: 9 de cada 10 con tal blasón. Lo peor: al año siguiente, sin parar mientes en el proceso seguido, los evaluadores, “termometrazo” mediante, les concedieron el título de Excelentes, Nivel Internacional, Ejemplo a Seguir...

Este modo de “evaluar” devalúa éticamente, erosiona los referentes que guían la vida académica; al predominar las cifras sobre los procesos reales, la simulación tiene lugar abundante. Y prospera.

¿Evaluar? Sí: bien, en periodos razonables y como medio en la guía de las acciones. Suponer que la evaluación, por sí sola, resuelve los problemas, es confundir la fiebre con la enfermedad. Grave error.




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