Si para Descartes la duda fue el camino para sostener el hecho de estar pensando, del cual deriva su famosa frase: “Pienso, luego existo”, cabe la posibilidad de postular a la duda como partera de la crítica y, por lo tanto, ante las preguntas reiteradas a las autoridades educativas, que no se han respondido, es imprescindible ejercer la facultad de insistir.
Corresponde a la Secretaría de Educación Pública (SEP) informar a la sociedad, con claridad y de manera suficiente, cuáles fueron las consecuencias que produjo el cierre de las escuelas (como medida auxiliar en la estrategia para enfrentar la pandemia) y el quiebre de la modalidad presencial como condición de la continuidad del vínculo pedagógico, que se procuró resolver, o al menos paliar, con modalidades virtuales de distinto tipo cuando las condiciones lo hicieron posible y, si no lo eran, con la creatividad innegable de las maestras y maestros.
No se trata, a mi entender, de un asunto menor ni optativo: necesitamos saber —es un derecho ciudadano y obligación de la SEP— el impacto que en la permanencia en el circuito escolar, y los aprendizajes, tuvo el hecho inevitable e inesperado de la pandemia.
Entre los dos ciclos lectivos que no pudieron ser presenciales, datos del INEGI permiten inferir que 1 millón 800 mil estudiantes de todos los niveles, que estaban inscritos en el primero, ya no estaban presentes o localizables en el segundo. Cada año, sin contingencia sanitaria, el sistema educativo nacional pierde alrededor de 1 millón de personas, cuestión que debería ser alarmante pues la capacidad de retención del conjunto de instituciones escolares permite fugas tan grandes. Solo en el nivel medio superior, y en condiciones normales, 600 mil lugares ocupados al inicio del año escolar se encuentran vacíos cuando termina.
De esto se colige que hay un fenómeno de “sobre abandono” casi del doble, atribuible al impacto del cierre de los planteles en no poca medida, al que hay que añadir otras razones (económicas o de incremento en la cantidad de tiempo que requirieron las actividades de cuidados en las familias, entre otras). ¿Cuál es, con precisión, el nivel de exclusión del sistema educativo, y cómo fue variable entre regiones, niveles y tipos de escuela y condicione socioeconómicas de contexto?
En otra dimensión relevante, es preciso conocer de manera confiable el aprendizaje logrado en este par de años, en cuanto a si en realidad corresponde, por ejemplo, a lo esperado de haber cursado segundo y tercero de primaria de forma presencial. La distancia entre lo que se estipula como lo adecuado para iniciar el cuarto año, con respecto a lo conseguido a través del programa Aprende en Casa, haría posible apreciar lo que no se consiguió, e incluso si hubo lo que se ha dado en llamar “desaprendizaje”, esto es, merma en lo que ya se había alcanzado previamente.
¿Es esto solo un afán intelectual, interesante para los especialistas? No. Es un conocimiento que requiere la sociedad para estar atenta a lo que se proponga y, sin duda, un insumo indispensable para que la autoridad educativa federal, las estatales e incluso los y las directoras, supervisoras y otros coordinadores del proceso escolar, diseñen, con bases suficientes, programas emergentes para reducir las pérdidas y concentrarse en aspectos como la lectura, la escritura, la ubicación en el mundo social y la historia, y el lugar que tenemos en la naturaleza, porque somos parte de ella. Si esto implica uno o dos ciclos, lo que importa es atenderlo.
El diagnóstico bien hecho de lo sucedido, con toda su diversidad, es un derecho de la sociedad en su conjunto, y parte de la rendición de cuentas propia de una autoridad que se propone ser transparente.
Es necesario un plan o programa de recuperación de aprendizajes —más bien varios, en coherencia con la diferenciación y desigualdad que caracteriza al país y al servicio educativo—, que incluya también la localización de quienes dejaron las aulas para propiciar su retorno, basado en el diálogo entre el magisterio, las familias y las autoridades.
A mi entender, este proceso precede en prioridad al establecimiento de un nuevo modelo curricular, so pena de encubrir, con este último, en un proceso de fuga hacia adelante, los daños del cierre de las escuelas. O bien, iniciar las modificaciones sin saber cuál es el punto de partida.
Por lo anterior, porque así lo pienso, a pesar del eventual disgusto que pueda ocasionar en ciertos sectores de la SEP, es que insisto.