Se dijo que después de la pandemia sería distinta la educación. Que una vez terminado el prolongado confinamiento y como resultado de las estrategias, diversas en sus modalidades y eficacia, para intentar sostener vínculos con la escuela cerrada, no volveríamos a lo mismo. ¿Ha sido así?
Por lo que sabemos hasta hoy, el cambio y la permanencia se han combinado —como es normal que acontezca en los procesos sociales— y ha sucedido de maneras diferentes, aunque probablemente ha habido un elemento que no ha variado, o lo ha hecho muy poco.
Por supuesto, no ha ocurrido lo mismo en los distintos niveles escolares ni en todas las condiciones que la desigualdad social y educativa produce en nuestro sistema escolar, pero se pueden expresar algunas tendencias que se advierten, sobre todo, en los niveles en que los y las estudiantes tienen mayores grados de libertad.
Desde el punto de vista de quienes van a estudiar, ocurren al menos cuatro actitudes: ir a los planteles o preferir modalidades a distancia, a las que se suman asistir sin entrar a clases o hacerlo por un rato y retirarse, o un retorno a los establecimientos y las aulas de manera “normal”.
Las experiencias derivadas de la temporada no presencial, a mi juicio, generan estas modalidades. Para una proporción de estudiantes, regresar ha sido muy valorado porque, afirman, no hay como las relaciones cara a cara, pero para otra cantidad —no menor— la vivencia de la escolarización remota, además de reducir los costos de todo tipo que implica el desplazamiento, les parece equivalente, e incluso mejor que la asistencia física. Quienes aprecian el retorno como algo positivo, lo hacen privilegiando la relación con sus amistades en un entorno distinto al de sus hogares e inmediaciones, por ser más ancho, agradable, libre y seguro, y el subgrupo que ha vuelto a la asistencia esperada: “tomar” clases como antes, a veces por un rato (encuentran imposible o muy incómodo estar una hora, o más, sentados escuchando una perorata y, a veces, trabajando aburridos en grupos) o de la forma tradicional: asiduos, puntuales y atentos durante los lapsos programados.
Por otro lado, no son pocos ni pocas las y los profesores que consideran más efectivo y cómodo continuar con las actividades a distancia, pues estiman que las posibilidades de aprendizaje son idénticas o mejores, y tampoco es un conjunto vacío quienes prefieren la relación remota pues les permite realizar otras actividades en lugar de perder el tiempo en ir a los planteles: preferirían trabajar desde “la comodidad de su hogar y hacer otras cosas que valoran más.
Hay aprendices y mentores que opinan que se pueden combinar las modalidades, dado que una asesoría personal, digamos, no requiere lo presencial, pero las actividades en un laboratorio de química o en el salón de artes plásticas sí.
Valgan, sin pretender abarcar todas las posibilidades, estos ejemplos para advertir la variabilidad de actitudes entre las personas involucradas, con distintos roles, en la escuela. Hay que atender y entender lo que significa.
Y, sobre todo, tomar en cuenta que, en general, lo que no ha variado es la modalidad escolar previa, heredera acrítica de muchas décadas: la escuela —de la primaria al posgrado— solicita que todo regrese a como era antes. ¿No es momento de hacernos cargo que, luego de lo sucedido, es menester pensar en modificar la experiencia educativa escolarizada y la actividad docente? No poco está en juego en este dilema. ¡Vaya reto imprescindible! Y urgente.