Para no perdernos en el berenjenal de acusaciones en el debate sobre el nuevo proyecto educativo en México, es necesario distinguir, como expresa Mara Robles, tres cosas: el modelo educativo: ¿para qué enseñar? ¿Cuál es el horizonte educativo del país? El modelo pedagógico: ¿cómo conducir el proceso para que los ambientes de aprendizaje sean más fértiles? y el modelo curricular: ¿qué secuencias de aprendizaje, para la apropiación de las estructuras lógicas en que descansan la matemática y los diversos lenguajes, son necesarias para conformar capacidades cognitivas que hagan posible comprender procesos naturales y sociales relevantes, ya sea en la localidad circundante, la región, el país o el mundo, y cómo organizarlas de forma coherente?
La actual administración ha decidido modificar los tres niveles: centrar el proceso en la comunidad o espacio social de referencia, integrada por ciudadanos que no compiten, sino colaboran tanto en su comprensión como en la búsqueda de soluciones. Dejar a un lado la enseñanza por asignaturas, para adoptar un tipo de educación participativa —el aprendizaje por proyectos— que permita una actitud de quienes aprenden (más) activa. A partir de los programas sintéticos, propuestos por la SEP federal, que serán comunes a todas las escuelas de educación básica, dejar que, en los Consejos Técnicos Escolares, e incluso en cada aula, se generen los llamados programas analíticos que sitúen en los muy diversos contextos las experiencias de aprendizaje más adecuadas: proyectos de aula, proyectos escolares y los comunitarios.
Como resultado de estas modificaciones, es lógico el cambio de un auxiliar didáctico, importante pero no único: los libros de texto. Es preciso revisarlos pero sin desplazar, por ignorancia, al magisterio como quien coordina ese y otros recursos cada día en su actividad profesional.
Enfocar el modelo general prioritariamente a la construcción de ciudadanos solidarios ubicados en sus entornos es, creo, acertado, luego de décadas en que los indicadores de éxito se reducían al “mérito” individual (quizá, de este modo, el aprendizaje individual se incrementará). Por su parte, una educación menos pasiva, y en la que haya participación entusiasta de quienes buscan aprender, es una apuesta valiosa. Y que los libros no se parezcan a los anteriores, organizados por asignaturas, es consecuencia de las decisiones previas. Esto no significa que estén bien: son disparejos, fallan en las secuencias e insertan propaganda de manera inútil y burda.
Por lo valioso que puede ser este enfoque, discrepo de la manera en que se ha conducido por varias razones: desacierto en la forma de presentar el proyecto (lleno de adjetivos, maniqueo y poco transparente); ausencia de gradualidad en su puesta en marcha (en lugar de iniciar con, digamos, primero de primaria en ese nivel, de una vez se decide cambiar todo: no hay proceso de transición) e insuficiente tiempo para la reflexión del magisterio ante los retos de este cambio.
Y, sin embargo, arrancará el 28 de agosto: como siempre, a la hora del trabajo en las escuelas y el aula, será el magisterio el que modulará, afinará o cambiará las cosas: las serias y las ocurrencias. No son de plastilina, maleables a contentillo de expertos o apóstoles. Es tiempo de las y los profesionales de la educación. Son días de abrir la escucha a los actores. ¿Para cuántos es una oportunidad, un reto o la simple adaptación superficial? Lo veremos.