Nombran al Dr. Leonardo Lomelí Vanegas luego de ocho años de ser el secretario general de la UNAM durante todo el rectorado de Enrique Graue. ¿Qué significa? A bote pronto, continuidad. Más de lo mismo: por sobre todas las cosas, estabilidad. Que no se alteren, o que se renueven para provecho de todos, los pactos entre los grupos de poder en la Universidad. Esos: los que mandan y dicen ser, porque lo creen en su enorme miopía, la UNAM. Que no se mueva el estado de las cosas, el apreciado estatus quo: todo marcha bien. ¿Para quién? Para los que importan, no para el país ni la propia universidad.
Es paradójico: en las alturas piensan que los problemas de la institución vienen de fuera, de agentes externos. Se equivocan. A mi juicio, los conflictos en la UNAM derivan de décadas de descuido de la docencia como actividad crucial; de la incapacidad de su estructura de gobierno para procesar los conflictos y abrir nuevas alternativas de participación de las comunidades; de la gigantesca desigualdad en las condiciones para desarrollar la investigación o los posgrados en comparación con las licenciaturas y el bachillerato; de la aguda estratificación en cuanto al acceso al poder, el prestigio y los recursos de una minoría de funcionarios, frente a las condiciones precarias de muchas personas que van de clase en clase para lograr sus quincenas.
Y si la causa de los problemas no se ubica en su origen, puede ser que se haya elegido a un bombero para apagar los incendios, y no se haya abierto la máxima casa de estudios, en este proceso de renovación de la Rectoría, a analizar la procedencia del fuego para así entender que cambiar es —no era, sino es— preciso.
Las autoridades, incluida la Junta de Gobierno, parecen ser un conjunto de personas atareadas en calcular cuántos ángeles caben en la cabeza de un alfiler, mientras afuera no cesan los problemas. Es, fue y –si no cambian las cosas pronto– serán estos procesos, una concatenación de oportunidades perdidas. Pero eso sí, oportunidades muy estables. Estáticas y secas.