Todos lo sabemos. La llegada de Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos ha provocado una explosión en las expresiones de xenofobia, racismo y odio dentro de las universidades, y en el país en general. Pero el “efecto Trump” también ha sacado a relucir otro fenómeno desconcertante: la aparente intolerancia de la izquierda. Y más aún, de la izquierda privilegiada.
En los últimos meses, estudiantes de docenas de universidades del país han presionado para que se cancelen invitaciones a ponentes polémicos—sobre todo, a figuras asociadas con la derecha política. La Brookings Institution ha documentado por lo menos 90 de tales casos desde 2014, y las confrontaciones ideológicas se han vuelto cada vez más frecuentes desde la llegada de Trump. Entre la lista de los ponentes incómodos estaban el ex presidente George W. Bush y su ex secretaria de Estado, Condoleezza Rice, ambos íconos de la derecha.
El fenómeno—que ha sido particularmente marcado en las instituciones de élite—ha desatado un debate nacional sobre el derecho a la libertad de expresión dentro de las universidades. A un lado del debate están los que argumentan que la libertad de expresión tiene claros límites, y que no puede ser utilizada para lastimar u ofender. En este campo están los manifestantes liberales. Éstos han buscado combatir el mensaje del llamado Alt Right (derecha extrema), movimiento que ha cobrado fuerza desde la llegada de Trump.
También se han manifestado en este sentido intelectuales públicos, como el teórico lingüístico Stanley Fish. En una columna reciente titulada “La libre expresión no es un valor académico”, Fish argumentó que existen normas que rigen qué tipo de expresiones se permiten en la universidad. “La universidad no es una democracia”, escribió en el Chronicle of Higher Education. “Es (o debe ser) una meritocracia, en donde los que tienen la oportunidad de proponer sus ideas son muchos menos que los que no tienen ese derecho”.
Fish citó varias resoluciones de los tribunales que han intentado resolver el estatus constitucional de la libertad de expresión en las universidades. En esencia, éstas hacen la distinción entre las declaraciones en torno a un asunto de interés público (que sí son permitidas) y declaraciones que son personales o que afectan la unidad laboral en que la persona está inserta (que están prohibidas). . Al otro lado del debate se ubican los que sostienen que la libertad de expresión es un valor central de la misión universitaria, y como tal, debe ser protegida a toda costa. En este campo están muchos profesores universitarios y algunos columnistas de ambos lados del espectro político. Incluyen al comité académico de la Universidad de Minnesota, que aprobó un acuerdo en marzo del año pasado para fijar normas estrictas para la protección de la libertad de expresión en el campus. El acuerdo, que pasó con siete votos a favor y dos en contra, proclama: “Las ideas son la sangre vital de cualquier sociedad libre y las universidades son su corazón. Si la libertad de expresión está en peligro en el campus universitario, ésta no está a salvo en ningún lado”.
El propio consejo editorial del New York Times—con clara tendencia liberal—recientemente criticó los esfuerzos por parte de los estudiantes de callar a un ponente de la derecha. “La libertad de expresión es un derecho sagrado y necesita ser protegida, ahora más que nunca”, pronunció el periódico, en un editorial publicado el pasado 7 de marzo.
Gran parte del debate se ha centrado en los dos casos más llamativos de los excesos de la izquierda universitaria.
Un supremacista blanco en Berkeley
El primero ocurrió el 1 de febrero en la Universidad de California en Berkeley. Unos 1,500 estudiantes participaban en una protesta en contra de la visita al campus de Milo Yiannopoulos, editor de la web supremacista blanca Breitbart News, que ha sido una plataforma clave para Trump. Los estudiantes llevaron pancartas con la frase “No Milo, no Trump, no USA fascista” y otros lemas en contra de Yiannopoulos, quien es conocido por sus críticas al feminismo, el islam, y “la izquierda regresiva”. Pronto, la protesta se tornó violenta. Unos 150 manifestantes enmascarados lanzaron cohetes y piedras y vandalizaron parte del centro estudiantil de la universidad, dejando un saldo de USD$100 mil en daños a la universidad y a negocios aledaños. La policía también detuvo a dos manifestantes por vandalismo, según la prensa local.
Una imagen de la protesta mostrando una fogata enorme en frente del Centro Estudiantil Martin Luther King se volvió viral, desatando un fuerte debate en las redes sociales. Algunos participantes argumentaron que la universidad nunca debió permitir la asistencia de Yiannopoulos, quien fue invitado por el grupo Berkeley College Republicans. Los críticos señalaron que el ícono del movimiento Alt Right ya había sido vetado por Twitter por sus tuits ofensivos.
Otros, sin embargo, insistieron en que, al recurrir a la violencia, los manifestantes se rebajaron al nivel del Yiannopoulos. “Entre las muchas preguntas aterradoras de la presidencia de Donald Trump está ésta: ¿Cómo confrontas a un líder indecente con acciones decentes?”, escribió Peter Beinart, en una columna publicada en la revista The Atlantic el pasado 6 de marzo.
Hasta el presidente Trump entró al debate, amenazando con tomar represalias en contra de la universidad. “Si U.C. Berkeley no permite la libertad de expresión y practica violencia en contra de personas inocentes con un punto de vista diferente—¿NO FONDOS FEDERALES?”, escribió el día después de la protesta en su cuenta de Twitter. En otro mensaje, el presidente buscó aprovecharse políticamente de la controversia: “Anarquistas profesionales, matones y manifestantes pagados están dando la razón a los millones de personas que votaron para HACER GRANDE A AMÉRICA DE NUEVO”.
Reacción violenta en Middlebury
Sin embargo, fue la protesta violenta en Middlebury College, el pasado 2 de marzo, que catalizó el debate en torno a la libertad de expresión a nivel nacional. Varios centenares de estudiantes de la universidad—un bastión de la élite liberal, en el estado de Vermont—se manifestaron en contra de la visita del polémico sociólogo Charles Murray.
Murray es mejor conocido por su libro The Bell Curve: Intelligence and Class Structure in American Life (La curva de la campana: Inteligencia y estructura de clase en la vida americana, de 1994). Él y su coautor, el psicólogo Richard Herrnstein, argumentaron que hay diferencias en las inteligencias de distintas razas, y que éstas explican parcialmente la diferencia en los desempeños escolares de los estudiantes blancos y negros.
Con los gritos “vete, racista, sexista y anti-gay, Charles Murray aléjate” y “tu mensaje es odio, no lo toleraremos”, los manifestantes no permitieron que el ponente diera su discurso programado. Después, intentaron bloquear la salida del campus de Murray y de la moderadora del evento, la profesora y politóloga liberal Allison Stanger. En el enfrentamiento, los manifestantes empujaron a Murray y alguien arrastró por el pelo a Stanger, quien tuvo que estar atendida en el hospital por una lesión cervical. Para los estudiantes, Murray es la encarnación del movimiento blanco supremacista. Sin embargo, para muchos observadores, nada justifica la reacción tan violenta de los estudiantes. También insisten en que, al rehusarse a escuchar a Murray—o a que otros lo escucharan—los estudiantes estaban violando los principios básicos del liberalismo.
Pero quizás la crítica más feroz en torno a las protestas se centró en el estatus privilegiado de los estudiantes. Para el columnista Frank Bruni, del New York Times, la actitud de los manifestantes era propia de unos niños consentidos más que de universitarios en busca de la verdad. “En algún punto de su camino, estos jóvenes mujeres y hombres—nuestros futuros líderes, quizás—llegaron a la conclusión de que podrían purgar al mundo de las perspectivas que les son ofensivas”, escribió Bruni en una columna publicada el pasado 7 de marzo. El columnista también criticó lo que llamó la “conformidad intelectual” de los estudiantes.
El estudio del Brookings Institution, uno de los centros de investigación más antiguos y respetados del país, da sustento al argumento de Bruni. El centro encontró una fuerte correlación entre las universidades en donde hubo demandas para cancelar invitaciones a ponentes polémicos y el estatus socioeconómico de los estudiantes. Su conclusión: cuanto mayor el nivel de exclusividad económica de la institución, mayor la probabilidad de que los estudiantes hayan intentado estorbar la libertad de expresión.
El caso de Middlebury es un buen ejemplo. El estudiante promedio de la universidad viene del 1 por ciento más rico del país, y el costo anual de las colegiaturas es de USD$64 mil. En contraste, cuando Murray dio un discurso en la Universidad de St. Louis, cuyos estudiantes son de un mucho menor nivel socioeconómico, él fue recibido con respeto y algunas protestas pacíficas, según la prensa local. Para los autores del reporte, la protesta violenta en Middlebury sólo sirvió para comprobar una teoría más reciente de Murray. En su libro Coming Apart: The State of White America, 1960-2010 (La desintegración: El estado de la América blanca, 1960-2010, de 2012), el sociólogo advierte sobre el surgimiento de una “nueva clase alta”. Describe la misma como “criada en barrios ricos, inmersa en valores liberales y cosmopolitas, y educada en universidades liberales de élite”, según el reporte. Podría estar hablando de los estudiantes de Middlebury.
¿Pero en realidad son más intolerantes los “niños ricos”? Hace falta ir más allá de los casos particulares de Berkeley y Middlebury para comprobarlo. Sobre todo, cuando se trata de dos instituciones con largas historias de defender las causas liberales.
Desde luego, son estudiantes privilegiados. Pero también, como dice Fish, ¿no es el papel de los universitarios oponerse a la injusticia y los abusos del poder? El debate sigue.