Pareció la crónica de una muerte anunciada. El pasado 5 de septiembre, el presidente Donald Trump declaró el fin del programa DACA (Acción Diferida para las Llegadas en la Infancia) dentro de un periodo de 6 meses. Fue la culminación de más de un año de amenazas por parte del mandatario estadounidense de poner fin al programa, que otorga permisos temporales a jóvenes indocumentados para estudiar y trabajar en el país.
El anuncio generó pánico y desesperación entre los casi 800 mil beneficiarios de DACA, una mayoría de ellos mexicanos. También provocó una fuerte respuesta del gobierno mexicano, que se prepara para recibir hasta 630 mil jóvenes deportados, muchos de quienes apenas hablan español.
Si Trump cumple con la promesa de deshacer el programa, “al final sería un beneficio para México y una pérdida para Estados Unidos, que perdería esta fuerza laboral,” dijo el canciller mexicano, Luis Videgaray, en una visita a Los Ángeles el 9 de septiembre.
No obstante, el futuro de los beneficiarios de DACA aún pende en la balanza. Esto se debe a las declaraciones contradictorias del propio Trump—un sello distintivo de su presidencia. En las últimas dos semanas, el magnate republicano ha vacilado entre un tono conciliatorio y uno de mano dura, sembrando cada vez mayor confusión en torno al tema.
Ante la duda, los defensores de los migrantes han lanzado una letanía de demandas legales que buscan frenar la deportación de los llamados dreamers (soñadores). El término, que surgió de la fallida propuesta de ley, Dream Act, refiere a jóvenes indocumentados que llegaron al país aun siendo menores de edad.
Los fiscales generales de 15 estados y de Washington D.C., todos demócratas, presentaron una demanda el 6 de septiembre en contra del gobierno federal. La demanda, registrada en el Estado de Nueva York, acusa al presidente de violar la constitución y de perjudicar la economía del país, al ir en contra de un segmento de inmigrantes altamente productivos. El costo para Nueva York de perder esa fuerza laboral durante los próximos 10 años se estima en unos 38.6 mil millones de dólares, según el Washington Post.
“El revocar DACA perjudicará a cientos de miles de residentes, lastimará a los colleges y las universidades de los estados, interferirá en los lugares de trabajo, dañará a las economías, minará las compañías estatales y afectará los intereses regulatorios de los estados”, alegan los fiscales en la demanda.
A su vez, la canciller del sistema de la Universidad de California, Janet Napolitano, también está demandando al gobierno por revocar DACA. Napolitano fue responsable por diseñar el programa cuando fungió como Secretaria del Departamento de Seguridad Nacional (Department of Homeland Security) bajo el presidente Barack Obama. Ahora, acusa al gobierno de Trump de violar la autonomía universitaria y los derechos humanos de los estudiantes indocumentados.
Se estima que hay 4 mil estudiantes ilegales inscritos en alguna de las 9 universidades que forman parte del sistema estatal, y “un número importante” de ellos cuenta con permisos de DACA, según The Chronicle of Higher Education. California cuenta con el mayor número de beneficiarios de DACA, unos 220 mil, seguido por Texas con 124 mil, e Illinois y Nueva York, ambos con 42 mil, según The Associated Press.
El programa fue creado por el ex presidente Obama a través de un orden ejecutivo en 2012. Otorga permisos renovables de dos años a indocumentados que fueron traídos a Estados Unidos antes de los 16 años, que terminaron el nivel medio superior en ese país, y que tengan menos de 31 años, entre otros requisitos. El programa fue una respuesta ante el fracaso de la llamada Dream Act (Ley de Dreamers), que otorgaría estatus legal a los jóvenes indocumentados. La ley, de origen bipartidista, ha sido sometida a votación en el Senado múltiples veces desde 2001, sin lograr la mayoría necesaria. Para los opositores a DACA, éste carece de sustento legal, al ir en contra de la voluntad del Congreso. No obstante, a unos días del anuncio de Trump, prevalece la incertidumbre sobre el futuro del programa y sus beneficiarios.
Primero, el 5 de septiembre, el fiscal general de Estados Unidos, Jeff Sessions, comunicó la decisión de Trump de terminar el programa en una conferencia de prensa. Sessions, quien es conocido por su postura de mano dura ante la inmigración ilegal, argumentó que Obama había abusado del poder ejecutivo al autorizar una “amnistía de facto” en contra de los deseos del Congreso y el electorado. “Para tener un sistema legal de inmigración que sirva al interés nacional, no podemos aceptar a todos los que quisieran venir aquí—sostuvo Sessions— Eso implicaría una política de fronteras abiertas que el pueblo americano, con justa razón, ha rechazado”. Agregó que la administración Trump no tenía nada en contra de los beneficiarios del programa per se, ni que “significaba que, de ninguna manera, éstos sean malas personas o que nuestra nación los este faltando el respeto”.
La fecha del anunció sobre DACA no fue fortuita. En junio, un grupo de fiscales generales republicanos de varios estados fijaron el 5 de septiembre como el último día para que Trump cumpliera su promesa de acabar con el programa. En caso de no obtener respuesta, amagaron con demandar a su administración por violaciones a la constitución (citan a otros artículos constitucionales que los fiscales demócratas.)
Pocas horas después del anuncio de Sessions, sin embargo, el presidente pareció cambiar de postura acerca de DACA. En un mensaje en Twitter—su forma preferida de comunicarse al público—Trump instó al Congreso a encontrar una alternativa legal al programa antes de la fecha límite impuesta por él, del próximo 5 de marzo. “El Congreso tiene 6 meses para legalizar DACA (algo de que fue incapaz la Administración Obama)”, tuiteó, agregando. “Si no pueden, voy a retomar el asunto”.
Sus críticos brincaron ante la oportunidad de señalar aún otra incongruencia en el discurso del mandatario republicano. Por un lado, su gobierno estaba afirmando que Obama no contaba con la autoridad para crear el programa, y por otro, Trump estaba asumiendo para sí mismo el poder de actuar de forma unilateral en temas migratorios.
Alimentando la confusión, el mismo 5 de septiembre, el presidente expresó solidaridad con los dreamers. “Tengo un gran corazón… un gran amor hacia ellos”, le comentó a un reportero. “Siento un amor por estas personas, y espero que ahora el Congreso podrá ayudarlos y hacerlo de forma correcta”. No obstante, la mañana siguiente, el mandatario republicano insistió que no tenía “ninguna duda” sobre la decisión de terminar con DACA.
Después, el 13 de septiembre, Trump se reunió con líderes demócratas para discutir una posible alternativa al programa. Y el día siguiente, el presidente anunció que apoyaría legislación que protege a los dreamers a cambio de la autorización de fondos por parte del Congreso para incrementar “de forma masiva” la seguridad en la frontera sur con México. “Estamos trabajando en un plan para DACA,” dijo en comentarios a la prensa.
Tal propuesta de ley no incluiría fondos para otra promesa de campaña de Trump: la construcción de un “hermoso y gran muro” por toda la frontera con México. Sin embargo, en un aparente intento por apaciguar a sus partidarios, el presidente insistió en que “el muro vendrá después”.
Para muchos analistas, los mensajes y acciones encontrados de Trump reflejan la ambigüedad que siente el presidente ante el tema de los dreamers. De forma personal, él parece simpatizar cada vez más con este grupo, pero por cuestiones políticas, tiene que cumplir con sus promesas de campaña. De otra forma, arriesga alejar a su base dura de simpatizantes, la cual quiere frenar la inmigración ilegal—sobre todo de migrantes de países más pobres, como México—a toda costa.
Tal postura se dejó ver la semana pasada, después de que Trump expresara apoyo por una propuesta de ley demócrata para legalizar a los dreamers y otros indocumentados. El medio de ultraderecha, Brietbart News, tachó a Trump de “Amnistía Don” en un artículo titulado: “Trump se rinde con DACA”. Mientras tanto, el presidente siguió con sus comentarios contradictorios a través de Twitter el pasado 14 de septiembre. “¿Realmente hay alguien que quiere echar a personas que son buenas, educadas y con grandes logros, que tienen trabajo y algunos de quienes han servido en las fuerzas armadas? ¿De verdad?” En otro tuit, argumentó: “Han estado en nuestro país por muchos años, sin tener la culpa—traídos por sus papás a una temprana edad”. Y agregó: “Además, GRAN seguridad en la frontera”.
Ante tantos mensajes mixtos, los defensores de los dreamers no están dejando nada al azar. En muchos estados, existen campañas para que los beneficiarios de DACA renueven sus permisos por otros dos años. La primera fecha límite es del 5 de octubre, cuando unos 150 mil permisos vencerán. Sin embargo, para la semana pasada, solo unas 40 mil personas en este grupo habían solicitado su renovación, según el Los Angeles Times.
Muchos de los migrantes tienen miedo de renovar sus datos personales —un requisito que pone el programa, pero que los vuelva más vulnerables a ser detenidos y deportados.
Por ello, la demanda de los fiscales demócratas prohibiría el uso de la base de datos personales de DACA para fines de deportación. El juicio alega violaciones a la 5ª enmienda constitucional, que prohíbe la discriminación en contra de un grupo étnico —en este caso, los latinos, y los mexicanos en particular— así como a otras leyes federales, según el Associated Press.
El primer argumento fue citado por los tribunales al encontrar anticonstitucional el veto de Trump hacia la entrada de ciudadanos de países musulmanes hace unos meses. Sin embargo, expertos constitucionales avisan que el caso de DACA puede ser diferente, al no señalar a una nacionalidad (o grupo étnico) explícitamente. A su vez, argumentan que la misma ley que facultó a Obama para crear el programa también le empodera a Trump a desmantelarlo.
Mientras tanto, la carrera por resolver el estatus de los dreamers sigue a toda velocidad. En los próximos meses, quedará claro si el anuncio de Trump realmente conllevará a la deportación masiva de jóvenes inmigrantes. O si nada más era otra amenaza vacía.
El fin del programa instituido por Barack Obama afectaría a miles de estudiantes ilegales que acuden a universidades norteamericanas.