En medio de la controversia por la reforma judicial, otro cambio constitucional pasó de forma casi desapercibida por el Congreso mexicano: la llamada “Reforma Indígena y Afromexicana”. La Cámara de Diputados aprobó los cambios al artículo 2º de la Constitución el pasado 18 de septiembre, por unanimidad de 492 votos, y se espera que sean ratificados por el Senado sin mayor dificultad. Aunque la poca atención que atrajo la iniciativa tiene que ver con las garantías legales, la iniciativa también introduce fracciones sobre la educación intercultural y los saberes de los pueblos indígenas que valen la pena analizar.
Destaco los siguientes puntos de la reforma: “reconoce a los pueblos y comunidades indígenas como sujetos de derecho público con personalidad jurídica y patrimonio propio”; eleva a nivel constitucional el derecho a la consulta indígena previa a medidas legislativas o administrativas que afectan a sus comunidades (por ejemplo, la construcción de presas, minas u otros megaproyectos en sus territorios); propone “garantizar y fortalecer la educación indígena, intercultural y plurilingüe”; y otorga protección legal a “la propiedad intelectual colectiva” de los pueblos originarios. A su vez, reconoce explícitamente los derechos de los afromexicanos, un grupo históricamente invisibilizado en México.
La propuesta fue resultado de un proceso “inédito” de consulta indígena, que incluyó la participación de más de 20 mil autoridades municipales, agrarias y comunitarias en más de 50 foros, según la Alianza por la Libre Determinación y la Autonomía, que reúne a 210 grupos indígenas y afromexicanos en 19 estados. En 2021 se presentó la iniciativa al presidente Andrés Manuel López Obrador, quien realizó algunos cambios y la introdujo al Congreso en febrero de 2024.
No obstante, muchos expertos han cuestionado en qué medida la reforma representa un avance sobre la legislación existente en materia de derechos indígenas en México. Es decir, ¿qué tanto permite a estos grupos decidir sobre cuestiones de vital importancia para sus comunidades? O, más bien, ¿les sigue tratando como menores de edad o ciudadanos de segunda clase? Y ¿qué cambia en materia educativa y en educación superior en particular?
El contexto histórico
La propuesta de reforma coincide con el 30 aniversario del levantamiento zapatista de 1994, que colocó en la agenda nacional los problemas y las desigualdades que enfrentaban —y enfrentan— los millones de indígenas en el país. En 1996, el gobierno de Ernesto Zedillo pactó con los zapatistas los principales puntos en materia de derechos indígenas a través de los Acuerdos de San Andrés Larrainzar, mismos que nunca se cumplieron. Cinco años después, se aprobó la llamada Ley Indígena —en realidad una serie de reformas a los artículos 1, 2, 8 y 115 de la Constitución federal—, que buscaban dar respuesta a las demandas de los zapatistas y al movimiento indígena en general.
En la práctica, sin embargo, la reforma quedó muy corta. El gobierno de Vicente Fox Quesada no estuvo dispuesto a conceder a las comunidades indígenas control sobre sus recursos naturales, sistemas judiciales o formas de gobierno. Todo ello, se argumentaba, atentaba contra la seguridad nacional.
La excepción fue el tema educativo, en donde sí se registraron avances importantes. En 2001 se creó la Coordinación de Educación Intercultural y Bilingüe (Cgeib) dentro de la Secretaría de Educación Pública, para ampliar el acceso a la educación intercultural a todos los niveles del sistema. Incluyó la creación de un nuevo subsistema de educación superior para indígenas: las universidades interculturales (UI). La primera UI abrió en 2004 en el Estado de México, y hasta la fecha se han creado 19 de estas instituciones, incluyendo ocho durante el actual sexenio de López Obrador.
¿Limitadas por decreto?
Según Sylvia Schmelkes, la primera encargada de la Cgeib, el modelo de las UI buscó proveer una educación “cultural y lingüísticamente pertinente, de los indígenas para ellos, y educación intercultural para todos”. No obstante, en un foro sobre educación indígena en la UNAM, a finales de agosto pasado, ella argumentó que las políticas en materia educativa fallaron, al no incluir a las comunidades indígenas en el diseño y administración de las instituciones. “Hay que reconocer que no se desarrollaron junto con los pueblos indígenas ni sus organizaciones”, afirmó.
Schmelkes argumentó que la falta de un interlocutor indígena fuerte en 2001 limitó las posibilidades de las comunidades de incidir en la creación y manejo del subsistema de educación superior indígena. A pesar de sus logros, que son muchos, las instituciones no son autónomas y padecen de una crónica falta de recursos (humanos y económicos), de intromisión política y tensiones en torno a su modelo curricular, entre otros retos. Además, atienden a apenas 22 mil estudiantes (según las cifras más recientes de 2022-2023), lo que representa menos del 1 por ciento de la matrícula terciaria del país. Eso, a pesar de que 23 millones de mexicanos, equivalente a 19 por ciento de la población, se autoadscriben como indígenas y otros 2.5 millones (2 por ciento) se reconocen como afromexicanos.
Según Schmelkes, los intentos por “interculturalizar” al sistema convencional de educación superior han sido aún más limitados. Ella citó el ejemplo del International Fellowship Program de la Fundación Ford, que colocó a cientos de estudiantes indígenas en programas de posgrado entre 2001 y 2013. Según una evaluación realizada al programa, muchos estudiantes sufrieron de discriminación en las universidades, sobre todo en las instituciones privadas, en donde predominaba el racismo institucional.
“Hay que reconocer que fue un fracaso”, dijo Schmelkes de la participación de su propia institución, la Universidad Iberoamericana, en el programa. “No es suficiente adoptar políticas de acción afirmativa para indígenas. Hay que sensibilizar a toda la comunidad”.
¿Qué cambia con la reforma?
La propuesta de reforma constitucional busca responder a las distintas problemáticas que enfrentan las comunidades indígenas y afrodescendientes, a través de fortalecer sus derechos legales y su autonomía. En materia educativa, eso consiste en garantizar la participación de dichos grupos en la “construcción de los modelos educativos para reconocer la composición pluricultural de la Nación con base en sus culturas, lenguas y métodos de enseñanza y aprendizaje”. Es decir, ya no serían instituciones construidas desde arriba.
También afirma que los indígenas tienen el “derecho a ser asistidos por intérpretes, traductoras, defensoras y peritas especializadas en derechos indígenas, pluralismo jurídico, perspectiva de género, y diversidad cultural y lingüística”. Para cumplir con la ley, el gobierno tendría que generar miles de puestos de trabajo para egresados de las universidades interculturales, que ofrecen licenciaturas en esos temas.
A su vez, se agrega un nuevo apartado IV sobre materia educativa, que incluye la “alfabetización en todos los niveles, gratuita, integral y con pertinencia cultural”; la formación de profesionales indígenas; el establecimiento de un sistema de becas para indígenas en todos los niveles; la promoción de programas educativos bilingües; y la “definición y desarrollo de programas educativos que reconozcan e impulsen la herencia cultural de los pueblos y comunidades indígenas y su importancia para la Nación”.
No obstante, con la excepción del programa de becas, nada de eso es nuevo. Lo que sí cambia es el reconocimiento de la autoadscripción de los pueblos indígenas o afromexicanos, como una forma legítima de hacerse acreedor de ciertos programas de gobierno o derechos constitucionales. Actualmente, para acceder a una beca, los estudiantes indígenas requieren una carta de su comunidad de origen. A su vez, al reconocer la “propiedad intelectual colectiva” de los pueblos, se siguen los pasos de otros países latinoamericanos que han intentado combatir la biopiratería o la explotación cultural.
¿Del enfoque asistencialista a los derechos indígenas?
En resumen, no queda claro el impacto práctico de la reforma, ni si realmente fortalece los derechos de las comunidades indígenas o afromexicanas. Para muchos expertos, la respuesta es que probablemente no. Por ejemplo, la reforma deja a criterio de los gobiernos estatales cuándo una obra pública o privada implica un “impacto significativo” para una comunidad indígena y requiere ser sometida a una consulta indígena. A su vez, sólo se reconoce a los “sistemas normativos” de las comunidades, siempre y cuando éstos no entren en conflicto con la propia Constitución.
En materia educativa, la reforma no garantiza mayores recursos para las universidades interculturales, ni abre espacios para estudiantes indígenas en las universidades convencionales. Cabe preguntar: ¿será por eso que la reforma pasó de forma unánime, ya que no atenta contra los intereses de ningún grupo en el poder?