Como es de esperarse, en épocas cercanas a la definición del presupuesto de egresos de la federación, de nueva cuenta surgen las opiniones que cuestionan abiertamente la subvención del Estado a las universidades públicas. Particularmente ahora, en un contexto de crisis económica, se argumenta que éstas no saben más que solicitar mayores recursos sin dar cuenta de la forma en que los utilizan y de la rentabilidad real que México tiene de cada peso invertido en este sector (Granados, 2009).
Al respecto, cabe plantear al menos tres aspectos sobre los que es necesario reflexionar: i) los límites de las metodologías utilizadas en la medición de la rentabilidad económica de las inversiones en educación para dar cuenta de los diversos beneficios sociales y privados que ésta produce; ii) que la relación que se establece entre educación y crecimiento económico involucra el funcionamiento de dos sistemas (educativo y económico) que no necesariamente están vinculados, y que del grado de vinculación que tengan, así como de otros factores se deriva el impacto que uno pueda tener sobre el otro; y iii) el papel político que juegan los diversos grupos sociales para defender sus intereses y los beneficios que obtienen en el sistema social; según su posición defenderán o cuestionarán la orientación de las políticas públicas.
1.Acerca de los límites de los estudios sobre la rentabilidad económica de la educación
En la literatura sobre economía de la educación se reconoce que los beneficios públicos y privados que genera la educación son ampliamente diversos. En este sentido, la educación es considerada usualmente como un bien semipúblico, pues sus beneficios no solamente se limitan a los individuos que la reciben (conocimiento, mayores probabilidades de conseguir un empleo, mejores ocupaciones e ingresos más altos) sino que también genera una serie de externalidades (beneficios positivos) que se extienden a la sociedad en su conjunto (formación de profesionistas para cubrir funciones especializadas en los sectores público y privado, desarrollo científico y tecnológico, transmisión de la cultura, formación de ciudadanía, entre otros aspectos; lo cual, se señala tiene un fuerte impacto en el crecimiento económico).
Sin embargo, los estudios sobre rentabilidad económica de la educación reducen sus análisis a los beneficios económicos más evidentes que reciben los individuos o el Estado después de descontar los costos directos en que se incurren en su adquisición o en su suministro, según sea el caso. Muchos de los costos, así como de los beneficios no son incluidos en las ecuaciones en que se fundamentan estos estudios. Las estimaciones de los rendimientos privados se limitan a considerar los costos directos medidos a través de los costos de matriculación (inscripciones y colegiaturas) y los beneficios a través de los ingresos adicionales que obtienen los individuos al ingresar a una actividad remunerada en el mercado de trabajo, después de descontar los costos. En el caso de la rentabilidad social, los datos son más limitados, pues los costos se refieren a los recursos públicos destinados a los distintos niveles educativos y los beneficios a los impuestos sobre la renta que son recuperados por el Estado de los trabajadores con diferente nivel de escolaridad. Por lo anterior, se considera que los resultados de estos estudios sólo deben considerarse como el “piso” de los beneficios económicos que brinda la escolaridad, tanto en términos privados como sociales. En este sentido, se reconoce que los beneficios económicos están subestimados y que los beneficios no económicos no son siquiera considerados (pues es más difícil medirlos).
Con todo y las limitaciones referidas, en los últimos años, los resultados de estas estimaciones han sido utilizadas por diversas agencias internacionales (principalmente el Banco Mundial) para sugerir medidas de política que priorizan el gasto público en los niveles básicos, en detrimento de la educación superior. Ello, debido a que las estimaciones usualmente muestran que la rentabilidad privada es mayor en los niveles superiores de educación, mientras que la rentabilidad social tiene el comportamiento contrario. Así, aparentemente mientras que para los individuos es más rentable invertir en los niveles superiores de educación, para el Estado la mayor rentabilidad se encuentra en los niveles básicos.
En cuanto a datos duros y pese a sus limitaciones, lo que es importante destacar es que los resultados de este tipo de estudios muestran consistentemente que la rentabilidad de la educación es positiva y que su magnitud es semejante o superior al que pueden ofrecer otras opciones de inversión alternativas. Por ejemplo, uno de los últimos trabajos de Psacharopoulos y colaboradores, quienes durante años han realizado el seguimiento de este tipo de estudios en varios países, muestra como las tasas de rentabilidad privada son siempre superiores y que, incluso la tasa de rentabilidad más baja (10.8), que corresponde a la tasa social en educación superior, es mayor que la que pueden ofrecer otras alternativas, como podrían ser las tasas de interés que ofrecen los bancos. (Ver gráfica 1)
Ahora bien, el efecto de estas políticas, así como las restricciones financieras que desde mediados de la década de los 80 resienten las universidades públicas, aunadas a las demandas de rendición de cuentas sobre los recursos que les asigna la sociedad, han motivado la realización de nuevos estudios, con otras metodologías, los cuales procuran medir el impacto de las universidades en otros ámbitos de la vida social, incluido el económico. Por ejemplo, en una recopilación de los estudios realizados con esta finalidad (Drucker y Goldstein, 2007), se identifican ocho impactos de la universidad en el desarrollo económico: creación de conocimiento, formación de capital humano, transferencia de las habilidades existentes, innovación tecnológica, inversión de capital, liderazgo regional, producción de infraestructura de conocimiento e influencia en el entorno regional. Otros trabajos, de forma más práctica, simplemente han estimado el impacto de la universidad en las economías locales. Al respecto un estudio realizado en Minnesota, Estados Unidos, estima que el impacto de la actividad de las universidades y colegios (colleges) en la economía local genera cerca de 3.5 miles de millones de dólares anuales, sea por el propio funcionamiento de las instituciones (que demandan bienes y servicios que incentivan el comercio y la creación de empleos), así como por el incremento de la productividad de la fuerza de trabajo entrenada por las instituciones (Antón y Behling, 2006). Reportes similares se encuentran para el caso de otras universidades de Estados Unidos y algunos países europeos.
Cabría entonces considerar la necesidad de replicar este tipo de estudios y analizar el impacto real que tienen las universidades mexicanas en distintos ámbitos de la vida social antes de juzgar, sin evidencias, que tales impactos no existen.
2. Sobre las relaciones entre educación y crecimiento económico
Al establecer la relación directa entre recursos públicos asignados al sistema escolar y el crecimiento económico, se obvia que la lógica de los sistemas es diferente y que si no hay políticas que procuren una mejor vinculación, existen pocas probabilidades de que el comportamiento de un sistema tenga impacto en el otro. Como parte de las presiones que se han volcado sobre las universidades públicas, usualmente se les culpa por el incremento de los problemas de desempleo y subempleo que afrontan los egresados de estas instituciones; no obstante, esta forma de concluir que el centro del problema se encuentra en las universidades debido a la baja calidad de los niveles de formación y/o la concentración de la matrícula en unas cuentas carreras, sólo ubica el problema del lado de la oferta, obviando las cuestiones y problemas que se encuentran del lado de la demanda laboral. Ante una economía estancada y poco dinámica para la generación de empleos que requieran la formación de profesionistas, las universidades tienen poco que hacer. Por más que procuren mejorar los procesos de formación y la vinculación con el sector productivo, corresponde al otro sistema la creación de estos empleos. ¿Dónde están las políticas que durante la campaña propuso el “presidente del empleo”?
En este sentido, actualmente se asume que aunque la educación es un factor fundamental para el crecimiento económico y el desarrollo social, no es el único elemento del cual estas cuestiones dependen. Sin embargo, en el contexto de la globalización y la economía centrada en el conocimiento, es obvio que las diferencias que tenemos con respecto a los países desarrollados no podrán desaparecer sin una fuerza de trabajo cada vez más capacitada, que es la base del desarrollo de la ciencia y la tecnología, así como de la transferencia de este tipo de conocimientos a los sistemas productivos.
Pero, incluso, tomando con reservas la información que relaciona directamente el gasto educativo con el crecimiento económico, los datos existentes resultan suficientes para mostrar que esta interrelación existe entre ambas variables.
En las gráficas 2 y 3, se muestran resultados de estas correlaciones para dos grupos de países, América Latina y el Caribe (ALyC) y países de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE). A pesar de las amplias diferencias en los niveles de desarrollo de ambos grupos de países y de que los coeficientes de correlación distan de ser perfectos, los resultados permiten apreciar la estrecha relación que existe entre el PIB y la magnitud de los recursos que cada país destina a la educación. En los países de ALyC el grado de correlación, visto a través del coeficiente R2, es de 0.578; y en los países de la OCDE corresponde a 0.797. El signo y el valor del coeficiente indican que cuando una de estas variables aumenta la otra también lo hace en forma consistente. En este sentido, si entendemos la relación en términos de un círculo virtuoso, la correlación más alta que existe entre los países de la OCDE en contraste con los de ALyC, sería indicativo del mayor empeño que ponen estos países en fortalecer sus sistemas educativos y con ello, sus sistemas de producción. (Ver gráficas 2 y 3)
3. Los juegos de interés de los actores sociales
Los procesos de reforma estructural que han venido aplicando diversos países desde las últimas décadas del siglo pasado han ocasionado cambios radicales en las relaciones existentes entre el Estado y la sociedad. Hasta la década de los setenta, las sociedades capitalistas estaban orientadas a consolidar un modelo de desarrollo fincado en el “Estado de Bienestar”. El pacto social subyacente implicaba la existencia de un Estado fuerte que, a cambio de impuestos, procuraba seguridad social a los habitantes, entendiendo ésta como acceso a los servicios de salud, educación, vivienda, protección laboral, por ejemplo (Offe, 1990; Bonal, 1998). La amplia participación del Estado en el financiamiento de la educación no era cuestionada, pues se aceptaba que el Estado fungiera como un mecanismo de redistribución del ingreso y de otros beneficios sociales a través de la política social (Bustelo, 2003). Los principios redistributivos en la política social del Estado procuraban brindar protección a las personas que, sin el apoyo del Estado, serían poco capaces de tener una vida mínimamente aceptable según los criterios de la sociedad moderna (Sen, 1999).
No obstante, las crisis económicas de la década de los 80 fueron concebidas como evidencias del agotamiento de este modelo, y bajo el contexto de la globalización y de la denominada sociedad del conocimiento, la aplicación de reformas estructurales tendientes a modificar el papel del Estado en la sociedad se reafirmaron sobre un discurso que las percibía como medidas necesarias para incentivar la productividad de los países y asegurar su competitividad internacional. Las reformas estructurales tendientes a mantener el equilibrio macroeconómico, reducir el déficit fiscal del sector público generarían cambios profundos en la orientación de la política social e implicarían, en gran medida, el desmantelamiento de los sistemas de seguridad pública existentes en diversos países.
Estos cambios repercutirían también en la forma de valorar la función del Estado, empezando a utilizarse criterios económicos fincados en la eficiencia y la productividad para evaluar las funciones públicas (Bustelo 2003). Las teorías de la economía neoclásica, fundamento principal de las reformas, sirvieron para cuestionar duramente la política social del Estado de Bienestar, señalando que su enfoque paternalista (el Estado como proveedor) limitaba la iniciativa de los ciudadanos para satisfacer sus necesidades y los hacía dependientes de los subsidios gubernamentales. Por lo tanto, acorde con las teorías neoclásicas, el individualismo existente en la teoría del mercado pasaría a ocupar un papel central en la concepción de la ciudadanía y en la orientación de la política social.
Los mismos argumentos serían utilizados para cuestionar el desempeño de los sistemas de educación pública. Aspectos como el incremento del desempleo y el subempleo de los profesionistas se tomaría como indicador de la ineficiencia y baja productividad de las mismas, y como resultado de la falta de alicientes para que las instituciones mejoren su desempeño. Ello, debido a que la alta dependencia del subsidio público permite que el personal responsable tenga asegurados sus ingresos, independientemente de los resultados institucionales. Concomitantemente, se iría fortaleciendo una corriente de opinión muy favorable a la educación privada, atribuyendo que el marco de competencia en que operan estas instituciones ocasiona que sean más eficientes y de mejor calidad, aunque no existan evidencias que la sustenten.
Bajo esta lógica enmarcada en la mentalidad neoliberal y meritocrática, se ha fortalecido la postura de ciertos sectores sociales (medios y altos) que son cada vez más renuentes a mantener, mediante sus cargas impositivas, el pacto social mediante el cual el Estado transfiere recursos a sectores menos beneficiados socialmente. En este sentido, no resulta extraño que de estos grupos surjan las voces que cuestionan abiertamente la participación estatal en casi todos los sectores, incluido el educativo.
Si la educación pública, así como muchos otros bienes y servicios que brinda el Estado, tuvieran un costo real de mercado, como señaló en su momento uno de los fundadores de la teoría de capital humano, Gary Becker (1964), serían muy pocos quienes podrían acceder a la misma, con lo cual se generaría una subinversión en capital humano. Los efectos de esta subinversión, en un contexto marcado por la competitividad global y la economía sustentada en el desarrollo de nuevos conocimientos, consecuentemente tendrían un efecto negativo en el crecimiento económico y en las probabilidades de mejorar las condiciones de vida en el país. La población estudiantil que asiste a las universidades públicas mexicanas tiene una marcada diferencia socioeconómica y cultural con respecto a los estudiantes que asisten a las universidades privadas de elite de alto nivel académico, que no pasan de ser unas cuantas.
En el contexto de la crisis económica y el efecto que ésta tiene en el incremento del desempleo y las dificultades económicas que enfrentan las familias, la inversión pública en educación adquiere, aún más, una importancia fundamental para asegurar a los millones de niños y jóvenes el acceso a las instituciones educativas y mantener sus expectativas de un futuro promisorio.
En este sentido, la defensa del subsidio a la educación superior pública y la negativa a incrementar los costos de colegiaturas a los estudiantes, aspectos que son cuestionados con vehemencia desde determinados sectores, significa la garantía de mantener las condiciones para que miles de jóvenes puedan acceder a la educación superior en circunstancias aceptables. Lo cual, no implica renunciar a la necesidad de eliminar todos los actos de corrupción, derroche e ineficiencias en el manejo de los recursos que puedan detectarse en las universidades públicas del país. Favorablemente, los mecanismos de rendición de cuentas sobre los recursos que reciben las dependencias públicas están avanzando y de su consolidación depende el brindar respuestas a una ciudadanía cada vez más exigente y atenta del manejo que hacen con los recursos provenientes de sus impuestos.
Referencias
Anton, P. A. and Behling, N. (2006) The Economic Impact of Minnesota State Colleges and Universities. Updated statewide estimates and local estimates for universities. Minnesota, EUA: Wilder Research.
Becker, G. (1964) Human Capital: A Theoretical and Empirical Analysis, with Special Reference to Education.. Chicago: University of Chicago Press.
Bonal, X. (1998) Sociología de la educación. España: Paidós.
Bustelo, E. S. (2003) “¿Retornará lo social?”, en Argumentos. Estudios Críticos de la Sociedad, 44: 99–124.
CEPAL (2007) Panorama social de América Latina 2007. Chile: CEPAL, UNESCO. Drucker, J. y Goldstein, H. (2007). Assessing the regional economic development impacts of universities: A review of current approaches. International Regional Science Review, 30 (1): 1-27.
Granados, O. (2009) Dinero y Universidades. México: Periódico La Razón de México, Razón.com.mx, Columna Heterodoxias, 01 de septiembre de 2009.
OCDE (2008) Education At a Glance 2008, <.http://www.oecd.org>, consultado: 11/08/09.
Offe, C. (1990) Contradicciones en el Estado de Bienestar. México: Alianza Universidad.
Psacharopoulos, G., and H. Patrinos. (2002) Returns to Investment in Education: A Further Update. Vol. 2881. Washington, DC: World Bank.
Sen, A. (1999) El futuro de Estado del Bienestar. La factoría, febrero-mayo de 1999, No. 8.
. Fuente: Psacharopoulos y Patrinos, 2002. Sobre la base de estudios realizados en 98 países.