El asesinato de Digna Ochoa reinstala en la ciudadanía imágenes de violencia y represión que caracterizaron décadas recientes de la historia de México. El crimen contra la abogada de presos políticos y movimientos sociales pone de nuevo en el primer plano del escenario nacional la continuidad de la violencia que se ejerce en contra de luchadores sociales, activistas políticos y defensores de los derechos humanos en varias regiones de nuestro país. En los últimos años, la violencia política había adquirido un carácter más soterrado. Se había ubicado en sectores que por su marginalidad política, social o territorial no alcanzaban notoriedad nacional, escapaban de la atención de los medios de comunicación y no generaban el reconocimiento y repudio de amplios sectores de la sociedad, sobre todo en los centros urbanos.
Los grandes crímenes que acapararon la atención nacional se relacionaban fundamentalmente con pugnas entre la clase política gobernante o con el mundo de violencia que gira en torno al narcotráfico y su combate. Junto a los magnicidios del sexenio salinista, los casos de Acteal, Aguas Blancas y El Charco han pasado al plano del olvido y la complicidad oficial. Estos acontecimientos pierden presencia en la memoria de la sociedad frente a la ilusión de la transición democrática, por un lado, y de cara al impacto de los crímenes cotidianos del narcotráfico, por el otro.
Pero el asesinato de Digna derrumba el espejismo de la erradicación de la violencia y la represión política. Por su ubicación en el centro político del país y por la notoriedad y prestigio de la propia Digna y otros defensores de derechos humanos, el asesinato hace más evidente y escandalosa la acción de grupos que continuamente operan desde las catacumbas de los organismos de "seguridad nacional", de las agencias de "información política" y del Ejército Mexicano. El artero crimen obliga a recordar la presencia permanente de acciones de espionaje e intimidación. Las que se ejercieron desde hace muchos años en contra de esta defensora de los derechos humanos evidencian la presencia activa y permanente de los cuerpos represivos y bandas paramilitares que actúan al amparo y con la complicidad del Estado.
Estas acciones de violencia e intimidación que culminaron con el asesinato de Digna Ochoa se suman a los asesinatos políticos que se cometen con alarmante cotidianidad en Chiapas y otros estados. Se suman a las acciones arbitrarias de los "aparatos de justicia" en contra de campesinos activistas sociales en todo el país. Tienen que ser consideradas al lado de las acciones criminales y la actuación ilegal de las policías y el Ejército Mexicano en las detenciones, torturas y hasta desapariciones de presuntos guerrilleros en el estado de Guerrero en los últimos años. Aparecen junto a la actuación cómplice de la justicia mexicana en los casos de Erika Zamora y los hermanos Cerezo, a los que los cuerpos "de la seguridad y del orden" fabrican delitos y presentan como chivos expiatorios.
Todos estos actos, el asesinato de Digna más que ninguno, nos obligan a cuestionar los verdaderos alcances de lo que se ha dado en llamar la transición democrática mexicana. Con preocupación vemos que en el marco de la desastrosa actuación del gobierno federal en todos los ámbitos reaparecen (si es que alguna vez desaparecieron) rasgos que caracterizaron el enrarecido ambiente político de los años setenta. Junto al desaforado discurso democrático del Ejecutivo en el exterior del país aparecen declaraciones políticas preocupantes sobre seguridad interna. Con la irresponsabilidad que caracteriza al Presidente, éste amenaza jocosamente con "echar el guante" a los grupos armados de oposición que aparecen con una frecuencia, discurso y forma que también recuerdan los años setenta.
La enunciada democratización del sistema jurídico, así como las declaraciones sobre el saneamiento y fortalecimiento de los aparatos judiciales, contrastan con la actuación ilegal de estos cuerpos en casos como los antes mencionados. La intervención conjunta del Ejército y la policía judicial, a todas luces anticonstitucional, en los recientes casos catalogados simultáneamente como actos terroristas y como crímenes comunes ha sido reivindicada públicamente por la PGR. Con el nombramiento de militares al frente de este organismo y con estas formas de acción se busca presentar una imagen de implacabilidad, incluso al margen de la ley, que quede instalada en la sociedad como mensaje y advertencia y sea aceptada como forma legítima de actuación de facto por la opinión pública.
Los organismos jurídicos, políticos y de seguridad del gobierno federal han solapado y encubierto este comportamiento de los cuerpos judiciales, así como de las acciones de violencia política que emanan de su seno. Con ello se contradice cualquier discurso o idea de transición democrática. No hay transición cuando desde los espacios de poder se gesta una acción criminal como el asesinato de Digna Ochoa. No habrá transición mientras los cuerpos judiciales y militares de inteligencia y seguridad sigan cobijando acciones y grupos criminales que ejercen cotidianamente la violencia y pasan encima de los derechos humanos. No habrá transición mientras esta violencia siga siendo una política de Estado. Esto no es transición a la democracia, es continuar la dinámica criminal de los años setenta.