Una de las razones que justifican la inversión pública en educación superior, se basa en la creencia según la cual el subsidio a las funciones de enseñanza universitaria e investigación científica genera condiciones para el crecimiento económico nacional, y favorece la redistribución de los ingresos por medio de la movilidad social.
En general, la demostración de tales supuestos acude a la comparación entre países desarrollados y subdesarrollados con base en indicadores tales como el monto y proporción de gasto público y privado dedicado a la educación terciaria, la investigación científica y el desarrollo tecnológico; o bien, el nivel de cobertura demográfica que alcanza la oferta universitaria respectiva. En esa lógica, el argumento contundente parece ser que todos los países desarrollados han invertido cantidades importantes en sus sistemas de educación superior, así como en la promoción de actividades científicas y tecnológicas. Por lo tanto, concluye el razonamiento, para alcanzar niveles de desarrollo comparables resulta indispensable concentrar recursos en esas áreas.
La cuestión, sin embargo, no es tan sencilla como parece. Así como es claro que las naciones con mayores niveles de desarrollo relativo han logrado articular vínculos entre los sistemas de educación superior, el desarrollo tecnológico y la producción de bienes y servicios, también son relevantes los casos en que la prioridad concedida a la educación superior, e incluso al desarrollo del sector científico, no ha conseguido asegurar procesos que redunden en un crecimiento sostenido. Un ejemplo extremo de esta condición es el de los países del antiguo bloque soviético.
No es trivial entonces preguntarse ¿bajo qué condiciones el gasto público en educación superior y ciencia se convierte en una inversión productiva? Esta interrogante ha sido ampliamente discutida en el campo de la denominada “nueva economía del crecimiento” (New Growth theories). A estas alturas, el debate deja en claro varios ángulos del problema. En primer lugar, se confirma que la educación superior cumple un papel en la explicación del crecimiento económico por factores directos e indirectos. De manera directa, al proveer la base laboral necesaria para la operación de sistemas económicos basados en el conocimiento (knowlege-based economies); y de manera indirecta, al posibilitar la generación de ideas e innovaciones mediante la investigación y la aplicación de conocimientos.
No obstante, la apreciación más en detalle de esos elementos hace evidente, en primer lugar, que la calidad de la educación es un factor clave. El solo crecimiento de la matrícula no produce desarrollo, mientras que el énfasis en la calidad y el rigor académico es un elemento insoslayable en cualquier esquema que se proponga aprovechar el potencial de las universidades para apoyar el modelo de crecimiento. Un segundo factor insustituible radica en la calidad de las políticas de fomento científico. Está claramente demostrada la insuficiencia de los estímulos fiscales como medios para involucrar a las empresas locales en procesos de vinculación y aplicación de conocimientos científicos.
Según la OCDE, los factores relevantes de esa parte de la ecuación son tres: un aparato jurídico sólido para la protección de los derechos de propiedad intelectual que ofrezca certidumbre a la generación creativa de innovaciones; medios de atracción y retención de talentos y conocimiento, y políticas de comercio que faciliten la transferencia de conocimientos.
El conjunto de esos elementos (inversión, calidad, atracción, protección jurídica y transferencia) es común en los denominados “sistemas de innovación”. La ausencia de eslabones en la cadena impide la ocurrencia de los efectos positivos esperados. Por ejemplo, si la oferta enseñanza superior y de postgrado no está acompañada de niveles de calidad suficientes, se obstruye la posibilidad de relacionar la formación superior con el sector laboral. Igualmente, si se cuenta con un sistema de generación de conocimientos científicos, pero se carece de ámbitos que los conviertan en tecnologías la cadena es incompleta. O bien si, como ocurre en México, se invierte en retener a los cerebros más connotados, al mismo tiempo que se incentiva la exportación desprotegida de sus productos, el sistema es incompleto.
Cierto es que en nuestro país se han desarrollado normas e instancias para proteger los derechos de propiedad intelectual, pero en lugar de resguardar los productos de la investigación científica que se realiza en el país, sirven principalmente al interés de empresas transnacionales. Preocupa mucho más el combate a prácticas de piratería que la fuga de conocimientos ¿Se fuga o no conocimiento al ceder derechos de autor a las revistas internacionales en que converge la producción científica primaria más relevante del país? La pregunta es inquietante y volveremos a ella próximamente.