Arranca este año, primero de la administración de Enrique Peña Nieto, con favorables auspicios e inevitables responsabilidades para concretar, en los hechos, la anunciada reforma educativa del sexenio.
Las modificaciones y adiciones a la Constitución en materia educativa seguramente superarán la necesaria ratificación en los congresos de los estados. Hasta ahora ninguno de los colegiados legislativos a que se ha sometido la iniciativa federal ha dejado de aprobar las reformas, y es de esperarse que en el término de unas cuantas semanas, éstas queden plasmadas en el texto constitucional.
Sin embargo, ese momento no es sino el principio de la transformación normativa anunciada. Resta por abordar, al menos, dos órdenes de regulación. El primero, la Ley General de Educación (LGE) y el segundo las Condiciones Generales de Trabajo (CGT) pactadas entre la Secretaría de Educación Pública (SEP) y el Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) desde los años cuarenta.
Justo este año, el 13 de julio para mayor precisión, se cumplen veinte desde la aprobación de la LGE a propuesta del presidente Carlos Salinas de Gortari. Desde su promulgación en 1993 dicha norma ha sufrido más de un centenar de modificaciones, algunas puntuales y otras de mayor calado, tal y como la obligatoriedad del nivel preescolar y de la enseñanza media superior, o bien la reforma de 2005 según la cual se obliga al Estado a aportar gasto sectorial al menos el equivalente a un ocho por ciento del PIB.
La reforma constitucional implica, por necesidad, cambios en la LGE pero hay una disyuntiva: solamente plasmar en la norma secundaria los nuevos preceptos constitucionales al añadir, por ejemplo, un capítulo sobre el sistema nacional de evaluación, o bien aprovechar el viaje para una revisión integral de la norma que determine, con la debida precisión, los alcances e implicaciones de la nueva garantía individual para contar con una educación pública de calidad. No hay que olvidar, por último, que cualquier reforma a la LGE deberá, posteriormente, irradiar sobre las normas educativas de los estados lo que, seguramente, será un tema de la mayor relevancia, política y educativa, en el futuro próximo.
Toda vez que los mecanismos y procesos de evaluación contemplados en la reforma constitucional tienen una potencial repercusión laboral parece inevitable considerar la opción de modificar las CGT suscritas con el gremio magisterial. Aunque existe la posibilidad de evitar, por las posibles fricciones políticas que conlleva, esta dimensión del orden regulatorio, también sería riesgoso omitirla, sobre todo por la expectativa social desencadenada en el sentido de que la reforma tiene como propósito principal restaurar la rectoría del Estado en la gestión educativa del país.
También corresponde al área normativa la posibilidad de encarar, de una vez por todas, las necesidades de planeación, regulación, coordinación y evaluación de la educación superior. El capítulo de LGE al respecto es insuficiente, y también lo es el contenido de la Ley para la Coordinación de la Educación Superior. Es un déficit normativo a subsanar y se puede optar ya sea por una ley de educación superior, o bien por un capítulo específico en la reforma de la LGE. Pero de que es una tarea pendiente desde hace muchos años, lo es.
La reforma del artículo tercero constitucional todavía en trámite hace mención del sistema nacional de evaluación, aunque no indica en qué consiste. Se adjudica al Instituto Nacional para la Evaluación de la Educación (INEE) la tarea de coordinar sus actividades y definir las normas técnicas y los estándares de evaluación que se apliquen. Pero ocurre que tal sistema nacional es, como tal, todavía inexistente. Los órganos estatales de evaluación tienen diversas estructuras, distintas funciones y atribuciones, así como muy diversos grados de competencia técnica. La tarea de contar con una estructura uniforme en todos estos aspectos, de cobertura nacional, se antoja monumental pero es indispensable para afirmar las bases del sistema.
Queda también por resolver la forma de coordinación requerida para que instancias de evaluación indispensables, las que operan para el bachillerato y la educación superior del país, se integren a dicho sistema nacional. No es una tarea simple, pero también es un tema relevante en esta dimensión de la reforma.
Otro pendiente inmediato es la transformación del INEE bajo la figura de ente constitucional autónomo. Próximamente se integrará la Junta de Gobierno del Instituto y se decidirá la nueva presidencia. Ahí comienza otra historia, cuyos primeros pasos habrán de consistir en fijar las responsabilidades concretas del organismo en materia de evaluación, los proyectos y programas a desarrollar, y la distribución de competencias entre el Instituto, la SEP y las instancias de evaluación de los estados. Tarea pendiente y prioritaria.
En este marco temporal, es decir el contexto de los próximos meses, el nuevo gobierno está asimismo obligado a perfilar los lineamientos programáticos que, en materia educativa, se deberán incorporar al Plan Nacional de Desarrollo y al correspondiente programa sectorial. A través de estos dos documentos, sobre todo en el segundo, se deberán asentar las definiciones de política pública de la reforma. Es ahí y entonces cuando podremos juzgar los verdaderos alcances de la voluntad de cambio.