A ritmo de cangrejo avanza el porveni. —J. Sabina. Crisis
Hasta hoy la reforma educativa planteada por el gobierno federal tiene dos componentes. Uno es de naturaleza jurídico-laboral y se refiere a los procedimientos para el ingreso, la promoción y la permanencia en la plaza de los maestros en servicio, temas eminentemente laborales. El segundo elemento es de orden político, intenta modificar las relaciones de poder y control del sistema, mediante el acotamiento del papel del SNTE en el diseño y la gestión de cambios de forma y fondo en la educación pública.
La reforma política de la educación se sintetiza en la fórmula “recuperar la rectoría del Estado”, como si ello fuera bueno en sí mismo, como si la participación del magisterio, a través de sus organizaciones gremiales fuera una etapa cuya superación cimentara las bases de una auténtica mejora de la educación. “No se preocupen, llegó el Estado, que sabe hacer bien las cosas, para salir de esta crisis”, pareciera la consigna.
Hay algo más, una cuestión de perspectiva. Los legisladores, también los abogados, tienden a creer que reforma, lo que se dice reforma, es lo que se expresa en normas. Está en su ADN profesional. Los educadores saben que reforma, lo que se llama reforma, son los procesos que convergen en torno al aprendizaje y que se expresan en el entorno educativo. Por ello no es de extrañar que los primeros no tengan duda en asumir que los cambios a la Constitución y la normativa federal secundaria deben ser calificados como la reforma de la educación, como una de las reformas estructurales que el país necesita, como un fruto del consenso entre los partidos y como la vía que nos permitirá transitar hacia un escenario de superación y desarrollo. Tampoco es de extrañar, en consecuencia, que los educadores se sigan preguntando ¿cuál reforma educativa, de qué estamos hablando?
Cabría esperar, sin desborde de optimismo, que el programa sectorial contendrá elementos de respuesta a preguntas que hoy inquietan: ¿qué va a cambiar en la educación?, ¿cómo se van a procesar los cambios?, ¿cuáles son las aspiraciones?, ¿qué podemos esperar de los nuevos procesos de evaluación y gestión del sistema? En fin, la pregunta es ¿qué va a cambiar? Porque hasta hoy las cartas sobre la mesa provienen de la baraja SEP-SNTE repartida en los últimos dos sexenios: reforma integral de la educación básica, reforma de las normales, habilidades digitales, evaluación universal del magisterio, estímulos al desempeño y la productividad, currículum por competencias desde el preescolar hasta la educación superior, y no mucho más. ¿Será un sexenio de ruptura en el discurso y continuidad en las prácticas?, ¿se gestará una nueva relación con el sindicato?, ¿de verdad se cree que la organización magisterial limitará sus alcances a la representación laboral de los maestros, a la lucha por el salario y las condiciones de trabajo, sin buscar influir en el enfoque y los procesos concretos de la práctica educativa?
No deja de inquietar incluso que las contadas acciones de política educativa de los últimos meses, aparte ser continuistas en la mayoría de los casos, apunten en sentido inverso a lo alcanzado. La ruta de la federalización es un claro ejemplo. A las autoridades educativas de los estados se adjudican nuevas competencias en materia de gestión y evaluación aunque, en general, se trata de facultades concurrentes con la federación y en el fondo desde una posición subordinada a las decisiones centrales. Pero en el marco de la distribución de los recursos parece iniciarse un camino de retroceso. Hay razones para ello, pero queda sin resolver el tema principal: En educación ¿la vía federalista se mantiene, se detiene o retrocede? Es un tema clave. Otro tema. En el ámbito de la evaluación de alumnos están ocurriendo cambios. Uno que se concretó el pasado septiembre consiste en la modificación de las “normas generales para la evaluación, acreditación, promoción y certificación en la educación básica”. Adiós a la “Cartilla de Educación Básica” y buenos días al “Reporte de Evaluación”. Hasta luego las calificaciones con letra y bienvenida, de nueva cuenta, la acreditación por números. La cartilla, aprobada apenas en 2012 y modificada en abril de 2013, buscaba seguir el esquema de “cero reprobación” impulsado el sexenio previo. En el nuevo “reporte”, que en realidad es más antiguo que la “cartilla”, se suprime la práctica de dejar pasar de año a todos los estudiantes en los primeros tres años de primaria. ¿Por qué?, la única justificación, a contracorriente de lo que pasa en todo el mundo y de lo que indica la investigación en la materia, es que, según se lee en los considerandos del nuevo acuerdo secretarial, se tomaron en cuenta las “mejores prácticas internacionales”. ¿De veras?
Lo más extraño: aunque se ha dotado al INEE con atribuciones amplias en materia de evaluación, por ejemplo ser el ente rector del sistema nacional de evaluación, participar en todas las evaluaciones al magisterio, evaluar centros escolares y expedir lineamientos para diversas pruebas y exámenes, del proceso de evaluación de estudiantes de mayor alcance, porque tiene consecuencias fundamentales en la trayectoria escolar, se le deja al margen. Ni los consultaron. Si se supone el INEE concentra la máxima capacidad para asesorar en la materia ¿qué impide que el organismo participe en el diseño o supervisión de las pruebas que definen la promoción escolar? Ninguna a la vista, salvo que la ley reformada así lo indica. Para el INEE, al parecer esa es razón suficiente. Pero ¿por qué no opinan sobre ello, si al cabo son autónomos? ¿O no tanto?