Desde principios del siglo, la consideración de la educación superior como un bien público ha sido un elemento constante en el debate sobre el desarrollo universitario. Una de sus primeras formulaciones se puede ubicar en el marco del denominado “proceso de Bolonia”, a partir del cual se generó el Espacio Europeo de la Educación Superior en el que participan un total de 47 sistemas nacionales en el ámbito regional correspondiente.
En la “Declaración de Praga” (2001) del EEES se lee “Los rectores sostenemos la idea de que la educación superior debería ser considerada un bien público y permanecer como responsabilidad pública”. Casi la misma fórmula se enunció en las conclusiones de la Segunda Conferencia Mundial de Educación Superior, organizada por la UNESCO en 2009 “La Educación Superior: es un bien público, y como tal, es responsabilidad de todos, especialmente de los gobiernos”. Adviértase en estos pronunciamientos el matiz de diferencia: no es lo mismo “debería ser” que el rotundo “es”.
Entonces, ¿la educación superior es o debería ser un bien público? La respuesta está en cómo se defina el bien público y en cuáles sean los alcances de la conceptualización. Al respecto conviene hacer notar, en primer lugar, que la idea de “bien público” ha sido abordada desde distintas perspectivas de análisis, lo que implica heterogeneidad en los fundamentos de su definición.
Desde un punto de vista jurídico los bienes públicos son todos aquello que el Estado provee o tutela al amparo del interés general. La idea misma de república tiene sustento en este enfoque, que se remonta al corpus del derecho romano. Al incorporarse la educación al repertorio de los derechos humanos fundamentales, y más tarde en el desarrollo de las diversas doctrinas garantistas del régimen constitucional, la implicación de la educación como un bien público es directa: si toca al Estado hacer cumplir los derechos individuales y sociales, y se acepta que la educación es un derecho fundamental, el Estado queda obligado en consecuencia a proveer la educación que los individuos demandan.
Buena parte del discurso político que hace referencia a la educación superior como un bien público tiene en mente las obligaciones normativas del Estado de generar las oportunidades educativas que la población requiere. Pero ahí no acaba la cosa.
En el campo de la economía la noción de bien público tiene otro significado. A partir de la propuesta analítica de Paul Samuelson (The Pure Theory of Public Expenditure, 1953) los economistas de la corriente neoclásica coincidieron en identificar dos características básicas que comparten los bienes públicos a diferencia de los privados: la no rivalidad y la no exclusividad.
Un bien es “no rival” si su disfrute por un agente determinado no restringe las posibilidades de consumo de otros. Es “no exclusivo” cuando es imposible coartar el consumo de cualquier agente. Si se dan ambas condiciones entonces se trata de un bien público puro, no importa si éste es producido por el Estado o por el sector privado. Por ejemplo, las calles de una ciudad: una vez construidas cualquiera puede transitarlas y no hay límites a la cantidad de individuos que se benefician. Un bien al que cualquiera puede tener acceso es poco atractivo para el mercado. Por ello, subraya esta perspectiva, conviene que el Estado los abastezca o que los subsidie.
Desde la definición económica ortodoxa la educación superior es un bien divisible, rival y exclusivo. No cabe, por lo tanto, dentro de los estrictos márgenes de la definición convencional. ¿Qué ocurre, sin embargo, cuando es factible desafiar los supuestos de rivalidad y exclusividad de los bienes privados? Se desatan entonces procesos y tendencias que aproximan la oferta de educación superior a la forma económica del bien público.
Se puede sostener que un sistema de educación superior tiende a constituirse como un bien público cuando se satisfacen, al menos, cuatro requisitos: a) la oferta es suficiente, de manera que cualquier aspirante que cumpla requisitos de escolaridad previa puede tener acceso al sistema; b) el costo individual de ingresar al sistema es nulo o bien asequible para la totalidad de los aspirantes; c) las unidades que conforman el sistema satisfacer los criterios y estándares de calidad de la formación profesional; d) la educación recibida es útil para desempeñarse en el sector laboral y contribuir con ello al desarrollo de la sociedad en su conjunto.
En este punto converge la perspectiva de la educación superior como derecho y como bien público en el sentido económico de la expresión. Alcanzar un escenario de ese orden es la tarea a cumplir.