Los ochenta. Los años de la crisis, la década perdida para el desarrollo, la escalada inflacionaria, el crecimiento incontrolado de la deuda externa, la continua devaluación del peso, y sobre todo el viraje del modelo político y social del Estado mexicano: de un presidencialismo corporativo y populista hacia un modelo tecnocrático sustentado en la implantación de instrumentos de nueva gestión pública; la apertura al comercio exterior, y la reducción del papel del Estado en la esfera económica. Son también los años en que, para remontar los efectos del endeudamiento externo crónico, los países latinoamericanos, México entre ellos, se vieron forzados a la implementación de las medidas indicadas por el Fondo Monetario Internacional, según la guía de los programas de ajuste estructural.
De la Madrid fue seleccionado por López Portillo como candidato del PRI en la contienda electoral de 1982 porque, a juicio del ex presidente, reunía el mejor balance de la alternativa entre las opciones políticos vs. técnicos en la baraja de los precandidatos. Como “el más político de los técnicos y el más técnico de los políticos” era caracterizado el hasta ese momento secretario de Programación y Presupuesto. A otras opciones, como Jorge de la Vega, Javier García Paniagua y Pedro Ojeda Paullada se les reconocía capacidad política pero insuficientes cualidades para enfrentar la crisis económica galopante de finales del sexenio. Los cuadros técnicos (Carlos Tello, Julio Rodolfo Moctezuma y Jesús Silva Herzog) habían tenido diferencias importantes tanto entre ellos como con el presidente López Portillo. En ese sentido, la elección de De la Madrid Hurtado aparecía, en la coyuntura, como una solución razonable.
Aunque López Portillo impulsó una reforma importante de la normativa electoral del país (la Ley de Organizaciones Políticas y Procesos Electorales, 1977), que brindaba nuevas oportunidades a la representación de los partidos de oposición en las cámaras, así como en las elecciones locales y la federal, en la práctica la reforma política tuvo muy poco efecto en los resultados comiciales de 1982. La fórmula PRI-PPS-PARM triunfó con un 69 por ciento de la votación para presidente, seguida con apenas 16 por ciento para el PAN y el resto para los demás partidos participantes. Del mismo modo, el PRI obtuvo más de dos terceras partes en la congreso de los diputados y la totalidad de los senadores. El Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación, el SNTE, en ese momento un pilar clave en la estructura corporativa del PRI declaró su simpatía por la candidatura de De la Madrid y el compromiso de apoyar, con el voto de los maestros y con una activa participación en la campaña, el triunfo del partido tricolor. Ese apoyo, por supuesto, sería recompensado al momento de activar las políticas educativas del periodo.
Ya en funciones el presidente De la Madrid designó a Jesús Reyes Heroles al frente de la SEP, político e intelectual sagaz y experimentado. En el cargo permanecería hasta marzo de 1985. A su fallecimiento fue reemplazado por Miguel González Avelar hasta el fin del sexenio. La autoridad educativa federal, comandada por Reyes Heroles, se dispuso a instrumentar una de política pública de De la Madrid más rimbombantes: La revolución educativa.
En su discurso de toma de posesión De la Madrid anunció: “Haciendo eco de un reclamo nacional he decidido promover la transferencia a los gobiernos locales de la educación preescolar, primaria, secundaria y normal que la Federación imparte en todo el país, así corro los recursos financieros correspondientes (…) La Federación conservará las funciones rectoras y de evaluación, que ejercerá a través de la SEP. Los derechos laborales del magisterio y su autonomía sindical serán respetados escrupulosamente.”
El primer año del ejercicio la “revolución educativa” era sinónimo de descentralización. Sin embargo, a ese propósito se sumarían otros definidos en el “Programa Nacional de Educación, Cultura, Recreación y Deporte 1984-1988.” Ahí se definen los cinco objetivos que sustancian la “revolución”: elevar la calidad de la educación en todos los niveles; racionalizar el uso de los recursos disponibles y ampliar el acceso a los servicios educativos a todos los mexicanos con atención prioritaria a las zonas y grupos desfavorecidos; introducir nuevos modelos de educación superior vinculados con los requisitos del sistema productivo; regionalizar y descentralizar la educación básica y normal; y mejorar y ampliar los servicios en las áreas de educación física, deportes y recreación.”
No mucho se consiguió, aunque algunos logros son destacables, en especial la integración de los niveles de preescolar, primaria y secundaria como el ciclo de educación básica obligatoria, la implantación de instrumentos de planeación para la gestión del sistema, en particular en educación media y superior, así como un primer intento de descentralización de los servicios que se vería limitado y capturado por la acción del SNTE en materia de control en la distribución de plazas y puestos de dirección y supervisión. La reforma de la educación normal significó más un retroceso que un avance en el campo.
El que sí se cumplió fue el objetivo de “racionalizar” los recursos. El gasto público en educación disminuyó, como porcentaje del PIB nacional, del 5.3 por ciento al 3.5 por ciento en el último año. Con De la Madrid llegó y se fue la primera “revolución educativa”, pero el sexenio siguiente, el de Salinas de Gortari, habría de continuar con la descentralización.