El sexenio presidencial concluye el 30 de noviembre de 2018: resta un año y siete meses. Pero en términos de los usos y costumbres políticas de nuestro país, el margen de acción del Ejecutivo federal está acotado, como máximo, a la fecha de la elección presidencial, que será el próximo primero de julio. A partir de entonces la administración pública federal se concentrará en la confección de los informes globales de rendición de cuentas —los libros blancos—, así como en la interacción con los equipos de transición del presidente electo para facilitar los procesos de entrega-recepción de la multitud de asuntos, en curso y pendientes, que corresponden a cada área del gobierno.
Así que, para todos los propósitos prácticos, cuenta la presidencia y las secretarías de Estado, con poco más de un año para concluir las políticas, acciones y procesos desencadenados en el transcurso del periodo sexenal. Y tal vez menos, si se toma en cuenta que el periodo de las campañas por la presidencia y por los cargos de elección popular para integrar la próxima legislatura tienen, según las reglas del Código Federal de Instituciones y Procedimientos Electorales vigente, una duración de noventa días. Si ocurre el caso, totalmente previsible, que alguno o varios de los titulares de dichas entidades decida participar en los procesos electorales, entonces los plazos de cierre de la administración respectiva son aún más breves. Todo ello sin contar que muy pronto, y de manera creciente, los debates públicos estarán concentrados en las alternativas de continuidad o cambio del gobierno nacional.
Por ello, es de esperarse que las principales decisiones sectoriales, a partir de este punto, se organicen en torno a una selección muy precisa de las prioridades para concluir exitosamente el ciclo de políticas abierto en el sexenio. Se trata de elegir las batallas que vale la pena librar para mostrar resultados satisfactorios lo que, entre otros aspectos, implica decisiones acerca de la colocación y uso de los recursos autorizados. Los secretarios de Estado con aspiraciones de trascender el límite sexenal, mediante la definición de una ruta de cierre bien calculada y con efectos políticos relevantes, están obligados a decidir cuál o cuáles de las políticas iniciadas se necesita reforzar para atraer una opinión pública favorable.
En el caso de la SEP hay varias opciones y no pocos dilemas. En primerísimo lugar está el tema de la evaluación docente, ya que con ella dio inicio la reforma educativa y porque fue colocada, hasta hace poco, como la estrategia que posibilitaría la recuperación del Estado en el campo educativo y la asunción, siempre escurridiza, de la calidad educativa. Aunque la SEP invirtió la mayor parte de su capital político en el eje relacionado con la obligatoriedad de la evaluación docente, y con sus conocidos efectos laborales, lo cierto es que, al cierre del sexenio, no podrá presumir de resultados cuantitativos satisfactorios, ni mucho menos. El cálculo inicial era que, al final del sexenio, prácticamente la totalidad de los docentes en funciones habrían sido evaluados al menos una vez. Ello no va a ocurrir, y lo que ya es evidente es que, con el modelo de evaluación diseñado, y con los recursos enfocados a esa política, es prácticamente imposible satisfacer el requerimiento normativo.
Para salvar el tema de la reforma centrada en la evaluación hay dos caminos. Uno es reformular el esquema propuesto (la vía de “reforma de la reforma”), y el otro es insistir en que el nuevo ingreso docente procede a través de procesos evaluativos, que la promoción en la carrera docente transita esa vía, y que queda está pendiente lograr la escala de la evaluación para permanencia. A las limitaciones cuantitativas de esta política se asocian, asimismo, las estrategias de apoyo docente: ni el sistema de tutorías y menos aún el Sistema de Asistencia Técnica a la Escuela (SATE) presentan a estas alturas resultados satisfactorios.
En un segundo lugar, están las políticas de fortalecimiento de la escuela. Por un lado, los programas de mejoramiento de infraestructura, principalmente Escuelas al 100, y por otro la propuesta de autonomía escolar. Aunque en el sexenio se ha puesto atención al tema de los recursos físicos y materiales de las escuelas, lo cierto es que, como han documentado los informes anuales del INEE, las instituciones educativas en las áreas económicamente más deprimidas mantienen condiciones deficitarias en todos los indicadores. Cabe anticipar que estos programas tengan continuidad en el periodo restante del sexenio, pero difícilmente podrán ostentar resultados importantes en términos de respuesta a la problemática de inclusión y calidad que los sustentan.
En tercer lugar, por su temporalidad, pero no por su importancia, está la temática asociada al nuevo modelo educativo. En el último año la SEP ha invertido sus mayores esfuerzos en la promoción de la vía pedagógica como el nuevo eje de la política educativa. Se ha trasladado la fórmula “evaluación igual a calidad” de principios del sexenio, a la de “reforma curricular igual a calidad”. Sin duda fue exitoso el esfuerzo de la SEP para que la opinión pública centrara la atención en la nueva iniciativa como el eje renovado de la política educativa. Pero está pendiente el complejo proceso de implementación: la formación docente bajo las premisas del modelo, incluso la reforma de la formación normalista, la elaboración de libros de texto y otros materiales relacionados con el cambio pedagógico, y la puesta en operación de las promesas de autonomía de gestión y curricular. En este sentido, no sería de extrañar que la implementación del modelo educativo fuera la apuesta principal de la SEP para lo que resta del sexenio.
Por cierto, y sólo por curiosidad ¿qué se podrá decir, en la recta final de la SEP, en materia de educación superior? ¿que se alcanzó el nivel de cobertura previsto? ¿alguna otra cosa?