1. En un sentido general, evaluar no es otra cosa que indicar el valor de algo. No obstante, la práctica de la evaluación es compleja. Incluye, en principio, los siguientes elementos: qué se evalúa y con qué propósito, quiénes participan en la evaluación, cómo se evalúa, y cuáles y para quiénes son las consecuencias de esta práctica. En el campo de la educación superior contemporánea los objetos y sujetos que comprende la evaluación son múltiples y diversos. Se evalúa a las instituciones, programas, proyectos, resultados de las funciones académicas, así como a los individuos y grupos que participan en éstas: estudiantes, profesores, investigadores y personal administrativo.
2. La evaluación de académicos presenta una doble condición temporal. Por un lado, tiene profundas raíces históricas. Por otro, su proliferación, profundización y papel en la dinámica y trayectoria del trabajo académico se remonta a las últimas décadas. Desde la universidad medieval se establecieron prácticas evaluativas para la selección de candidatos: básicamente el concurso de oposición a las cátedras vacantes. Otros procesos que implican evaluación de logros (permanencia, promoción, pago por mérito) presentan una notable diversidad entre países, sistemas e instituciones universitarias, aunque una tendencia general identificable en medio de esa diversidad es la propensión a aplicar instrumentos y procesos de evaluación en distintas fases de la trayectoria académica y con el propósito común de mejorar determinados indicadores institucionales, entre otros la calidad académica de los programas y la productividad de los sujetos universitarios.
3. Cualquier práctica de evaluación tiene dos elementos indispensables: primero, un marco de referencia (por ejemplo, un estándar) que define las dimensiones, requisitos, componentes, entre otros aspectos, que debe cumplir el objeto por evaluar. Segundo, el conjunto de datos, evidencias, resultados o productos del objeto evaluado. El evaluador intermedia entre ambos elementos, y mediante su interpretación tanto del marco de referencia como de las características y condiciones del objeto evaluado emite un juicio de valor (una opinión autorizada) determinado.
4. La evaluación de académicos, ampliamente generalizada en universidades públicas, y progresivamente también en otras IES públicas y privadas, muestra hoy varios dilemas de compleja solución. Entre otros:
a. Marco de referencia común o protocolos sensibles a la diversidad de las funciones (investigación, docencia, combinadas), disciplinas (ciencias, ciencias sociales, humanidades, artes), etapas del trayecto académico, entre otros elementos. La solución a este tema suele ser una combinación de los dos elementos, aunque no siempre se ha logrado una mezcla virtuosa, no es infrecuente que el marco de referencia común esté formulado conforme al paradigma de la producción científica y que la valoración de la docencia se base exclusivamente en elementos cuantitativos (clases impartidas, tesis dirigidas, participación en procesos de tutoría, por ejemplo).
b. El dilema de la objetividad del juicio. Cuando la evaluación académica “con consecuencias” es practicada por individuos que participan en la misma comunidad (institucional o disciplinaria) que los sujetos evaluados existe un problema básico de imparcialidad. El conocimiento de los árbitros sobre las personas evaluadas puede tener consecuencias positivas (valorar con mayor conocimiento de causa su desempeño y logros) pero también negativas (prejuzgar). En otros campos evaluativos (por ejemplo el dictamen editorial) se practica el arbitraje “doble ciego” para resolver el dilema entre “juicio de pares” y evaluación imparcial. Esta práctica, o alguna equivalente, no suele ser aplicada a la evaluación de académicos y pone en riesgo un principio elemental de justicia.
c. El dilema del uso ineficaz de talento. Como el personal universitario más calificado debe arbitrar procesos de evaluación, y dado que el universo de evaluación se encuentra en un incesante proceso de expansión, se está empleando el tiempo, la concentración, y la energía de los mejores académicos en procesos rutinarios de evaluación. Como, además, la práctica de evaluar es poco apreciada en los propios procesos de evaluación, es frecuente que las evaluaciones practicadas sean superficiales. Difícilmente puede ser de otra manera si se toma en cuenta la demanda de evaluación (de personas, programas, proyectos y productos) que recae en un número limitado de evaluadores académicamente autorizados.
d. ¿Para qué sirve la evaluación? Está menos claro de lo que parece. La evidencia sobre una pregunta básica (¿mejora en efecto la calidad académica de lo evaluado por o tras la práctica de evaluación? ¿cuanto? ¿cómo? ¿por qué?) es más bien escasa. ¿Responde la evaluación a otros fines, por ejemplo de control laboral o de gobernabilidad institucional?. Es probable, pero hace falta estudiar objetivamente esta posibilidad.