Los años treinta del siglo XX fueron escenario de una aguda confrontación entre el proyecto educativo revolucionario, las opciones de participación del sector privado en el ámbito de la educación superior y los movimientos autonomistas que ocurrieron en varias entidades del país con respecto a las universidades estatales.
Durante el régimen de Plutarco Elías Calles y en el periodo conocido como “Maximato”, que prolongó su liderazgo en la conducción del ejecutivo federal durante las presidencias de Emilio Portes Gil (1928-1930), Pascual Ortiz Rubio (1928-1932) y Abelardo Rodríguez (1932-1934), el Estado priorizó el control central del aparato educativo nacional y buscó orientarlo, en primer término, a los fundamentos ideológicos del nacionalismo revolucionario, y en segunda instancia al proyecto de educación socialista.
El 20 de julio de 1934, el entonces ex presidente Calles, pero reconocido como “jefe máximo de la Revolución”, marcó en un discurso pronunciado en la capital de Jalisco la orientación que debería seguir el gobierno educativo: “Sería una torpeza muy grave, sería delictuoso para los hombres de la Revolución que no supiéramos arrancar a la juventud de las garras de la clerecía, de las garras de los conservadores; y, desgraciadamente, numerosas escuelas, en muchos Estados de la República y en la misma capital, están dirigidas por elementos sociales y clericales reaccionarios.” El también conocido como “grito de Guadalajara” fue un símbolo particularmente elocuente de la polarización que entonces, y en los años posteriores, confrontaría a los actores del campo educativo.
El mismo año (1934) se plasmaría el nuevo ideario en el Plan Sexenal del candidato y luego presidente Lázaro Cárdenas, así como como en una iniciativa del Partido Nacional Revolucionario para reformar el artículo 3o. de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos con enfoque socialista. Dicha reforma, aprobada en noviembre, planteaba: “La educación que imparta el Estado será socialista y además de excluir toda doctrina religiosa combatirá el fanatismo y los prejuicios, para lo cual la escuela organizará sus enseñanzas y actividades, en forma que permitan crear en la juventud un concepto racional y exacto del universo y de la vida social.” La reforma posibilitaba la participación de proveedores privados en educación primaria, secundaria y normal, siempre y cuando asumieran el ideario revolucionario y evitaran cualquier forma de representación religiosa. Pero, dato importante, sobre el ámbito de la educación superior el cambio constitucional no se pronunciaba en ningún sentido.
Había una o varias razones que explican la omisión anotada. La primera es que en años previos se había legislado en materia de autorización de estudios impartidos por particulares en el nivel educativo superior. En 1929 se decretó la “Ley reglamentaria de las escuelas libres” y en 1932 el “Reglamento para la regulación de grados y títulos otorgados por escuelas libres universitarias”. Estas disposiciones habilitaban a la autoridad educativa federal para reconocer y supervisar la educación superior impartida por particulares y al presidente de la República para emitir el decreto correspondiente. Al amparo de esa normatividad varias escuelas libres obtuvieron, finalmente, reconocimiento oficial por parte de la autoridad educativa federal.
La segunda razón es que el año previo (1933) había sido promulgada la segunda autonomía de la Universidad Nacional, aquella que la desvinculaba de la órbita gubernamental, la desplazaba de su función acreditadora, aunque le permitía operar como una alternativa al reconocimiento gubernamental mediante la atribución, contenida en su ley orgánica, de incorporar planes de estudios de otras instituciones.
La tercera razón se deriva de la difusión del “debate Caso-Lombardo” (1933), en que entraron en confrontación los principales puntos de vista sobre el papel de Estado en la conducción de la educación universitaria. Caso sostenía que la esencia universitaria descansaba en los principios de libertad de cátedra e investigación. Lombardo, en cambio, insistía en que el compromiso social universitario debería estar inspirado por la adscripción a la ideología del régimen revolucionario. Ese debate, los términos de la autonomía universitaria de 1933 y la propia reforma constitucional tendrían una potente repercusión en el orden universitario de ese momento.
Excepto la Universidad Nacional, el resto de las universidades públicas optó por suscribir, al menos formalmente, los principios generales de la reforma constitucional, incluso modificando su denominación original. La Universidad de Guadalajara se renombró Universidad Socialista de Occidente, la recién creada Universidad de Nuevo León (1933) permutó en Universidad Socialista de Nuevo León (1935), el Colegio Rosales de Sinaloa adquirió el nombre de Universidad Socialista del Noroeste (1937). Incluso en la refundación de la Universidad de Puebla (1937) estuvo presente la opción de añadirle el título de Socialista, lo que finalmente no prosperó.
El panorama para las instituciones de educación superior privadas se complicaba en tal contexto. Pero los vientos cambiarían al concluir el sexenio de Lázaro Cárdenas (1934-1940), con el relevo presidencial de Manuel Ávila Camacho y el cambio de rumbo del proyecto de desarrollo nacional. En los años cincuenta y sesenta las universidades privadas que aparecieron en la escena optarían por la incorporación de estudios en la UNAM o por la gestión del reconocimiento vía decreto presidencial. La segunda fórmula sería conseguida, en distintos momentos, por el Instituto Tecnológico y de Estudios Superiores de Monterrey (1952), el Instituto Tecnológico de México (1963), que añadiría a su razón social la denominación de Autónomo, por universidades como la Iberoamericana (1981), la Anáhuac (1982), La Salle (1987) o la Autónoma de Guadalajara (1991), entre otras.
Resta para una tercera parte de esta serie considerar la formalización del Registro de Validez Oficial de Estudios (el RVOE) en el terreno federal y en el correspondiente a los estados.