La primera reforma a la Ley de Ciencia y Tecnología de 2002 ocurrió dos años después de su promulgación. El 27 de abril de 2004 el Congreso aprobó la adición a esa norma de un artículo que establecía que: “El Ejecutivo Federal y el Gobierno de cada Entidad Federativa, con sujeción a las disposiciones de ingresos y gasto público correspondientes que resulten aplicables, concurrirán al financiamiento de la investigación científica y desarrollo tecnológico. El monto anual que el Estado -Federación, entidades federativas y municipios- destinen a las actividades de investigación científica y desarrollo tecnológico, deberá ser tal que el gasto nacional en este rubro no podrá ser menor al 1 por ciento del producto interno bruto del país mediante los apoyos, mecanismos e instrumentos previstos en la presente Ley” (artículo 9 bis).
El decreto correspondiente incluía un transitorio que señalaba: “Para dar cabal cumplimiento a esta disposición, y en atención al principio de subsidiariedad, los presupuestos de ingresos y egresos del Estado -Federación, entidades federativas y municipios- contemplarán un incremento gradual anual, a fin de alcanzar en el año 2006, recursos equivalentes al uno por ciento del producto interno bruto que considera el presente Decreto” (artículo segundo transitorio).
Entre el ingreso de la iniciativa y su publicación en el Diario Oficial de la Federación transcurrió más de un año. La propuesta fue presentada en la cámara alta el 5 de diciembre de 2002 por Rodomiro Amaya Téllez, legislador del PRD, representante de Sonora, y en ese momento presidente de la Comisión de Ciencia y Tecnología del Senado. Su redacción, salvo algún detalle menor, es idéntica al texto que finalmente se aprobó.
En el ámbito senatorial, la iniciativa obtuvo una valoración positiva y favorable. Las dictaminadoras indicaron: “Las Comisiones Unidas de Ciencia y Tecnología, Hacienda y Crédito Público y de Estudios Legislativos estiman que resulta oportuna, apropiada, viable y legal la iniciativa presentada por el Senador Rodimiro Amaya Téllez del Grupo Parlamentario del Partido de la Revolución Democrática, suscrita por Senadores de todos los Grupos Parlamentarios representados en el Senado, por lo que es de aprobarse. En el pleno se tuvo consenso y la iniciativa se trasladó a la colegisladora.
En el documento de dictamen se marcó un antecedente de importancia, principal justificación para acreditar el tránsito de la propuesta: “el 28 de noviembre de 2002 se recibió minuta de la Cámara de Diputados (…) que contiene el dictamen y proyecto de decreto por el que se adiciona el artículo 25 de la Ley General de Educación, para establecer que al menos un 8 por ciento del producto interno bruto del país será destinado al Sistema Educativo Nacional, y de este monto al menos el 1 por ciento a la investigación científica y desarrollo tecnológico en las instituciones de educación superior públicas (…) el 8 por ciento del producto interno bruto corresponderá al Sistema Educativo Nacional y complementariamente 1 por ciento al Sistema Nacional de Ciencia y Tecnología; que el gasto nacional se compone con las aportaciones concurrentes del sector público y del sector privado; y que en la investigación y el desarrollo experimental (IDE) participan tanto las instituciones de educación superior públicas, como los Centros Públicos de Investigación del sistema Conacyt y la investigación científica y tecnológica en el sector privado”.
Los dictaminadores suponían que ese proyecto (el del 28 de noviembre de 2002) quedaría aprobado en sus términos y que, por lo tanto, el uno por ciento de PIB para investigación y desarrollo tecnológico (con aportaciones públicas y privadas) sería exactamente el mismo que refería la reforma a la Ley de Ciencia y Tecnología. Pero las cosas no ocurrieron de ese modo, pues la reforma al artículo 25 de la Ley General de Educación, aprobada el 14 de diciembre de 2002, incluyó la obligación de destinar al sector educativo, en su conjunto, el equivalente al ocho por ciento del PIB anual y destinar “de este monto, al menos el 1 por ciento del producto interno bruto a la investigación científica y al desarrollo tecnológico en las Instituciones de Educación Superior Públicas” (DOF, 30 de diciembre 2002), redacción que, dicho sea de paso, prevalece en la Ley General de Educación aprobada en 2019 (artículo 119).
Aquel ocho por ciento del PIB para educación estaba contemplado en el Programa Nacional de Educación 2001-2006 de la presidencia de Vicente Fox, fue reafirmado en el “Compromiso Social por la Calidad de la Educación” (6 de agosto 2002) y finalmente aprobado en el Congreso.
La expectativa de alcanzar ese nivel de gasto resultó ilusoria. En aquel momento, al igual que ahora, una proporción de esa magnitud sería equivalente a la mitad, aproximadamente, del gasto programable total. Hacia esas fechas, el gasto federal educativo ascendía al 4.3 por ciento del PIB, indicador que es, por cierto, el mismo que el reportado en 2023. Es decir, no se avanzó nada en este aspecto. Otro tanto ocurrió con aquel uno por ciento de PIB para la investigación y desarrollo tecnológico que se realiza en las IES públicas: en la actualidad equivale a 0.16 de PIB. Brecha enorme entre lo proyectado y lo conseguido.
De vuelta a la reforma de la Ley de Ciencia y Tecnología, cabe agregar que no obstante su aprobación unánime en el Senado, en la Cámara de Diputados no corrió la misma suerte. Hubo un fuerte debate principalmente entre el grupo de partidos de oposición y la fracción del entonces partido gobernante. La controversia del PAN hacía notar, principalmente, la falta de coherencia entre la redacción de la reforma a la Ley General de Educación (el uno por ciento de PIB para investigación y desarrollo en las IES públicas) y la iniciativa de cambio en la Ley de Ciencia y Tecnología (uno por ciento de PIB para actividades de ciencia y tecnología en los sectores público y privado). Al final, la fracción votó en contra de ella pero, como el bloque opositor era mayoritario, la reforma fue aprobada.
A más de veinte años de distancia tampoco se ha avanzado significativamente en este renglón. El gasto público para ciencia y tecnología, incluyendo el presupuesto asignado al Conacyt, el otorgado a la SEP y el distribuido a otras secretarías y paraestatales que realizan investigación y desarrollo tecnológico, representa el 0.41 por ciento del PIB. Además, el gasto total (público y privado) en actividades de investigación y desarrollo experimental, apenas supera el 0.3 por ciento del PIB. ¿Llegará el día en que la política de ciencia y tecnología se aproxime a los supuestos de la norma?