La Real Universidad de México fue creada en 1551 por orden de Carlos V bajo el auspicio de la Corona. La cédula real estableció que la institución mexicana adoptaría los estatutos de la Universidad de Salamanca, lo que significaba, entre otros privilegios, el de gobernarse bajo el método de claustros. No obstante, al depender permanentemente del subsidio real, los derechos autonómicos del estatuto salmantino fueron, en la práctica, limitados por los poderes de la administración colonial. “Durante el siglo XVI y a partir del siguiente, se encontró una solución de compromiso. A partir de ella, todos los miembros de la Audiencia apenas tomaban posesión de su cargo, se incorporaban como doctores en la Universidad de México. De tal modo, siendo ellos universitarios con plenitud de derechos, podían participar en todos los claustros.”
En las facultades de la Universidad coexistieron catedráticos dominicos, franciscanos, agustinos, jesuitas, mercedarios y de otras órdenes católicas. A imagen y semejanza de las universidades de Europa, la institución novohispana incluyó cinco facultades: Derecho Civil, Derecho Canónico, Teología, Medicina y Artes, además de algunas cátedras sueltas como Gramática y Retórica. Como era usual, las cátedras de cada facultad se diferenciaban por su jerarquía (prima o vísperas) y por el tiempo de adjudicación (propiedad o temporal). Confería la Universidad grados menores (bachiller y licenciado) y mayores (maestro y doctor). En Nueva España, la formación universitaria posibilitaba el acceso a cargos eclesiásticos; en menor medida, por sus dimensiones, a la burocracia del virreinato, y asimismo a la propia estructura universitaria
La Universidad colonial fue sin duda una pieza fundamental en la construcción de los saberes teóricos y aplicados que se cultivaron en Nueva España. No la única, por cierto. Con ella convivieron los colegios de las órdenes (mayores y menores) que cumplieron funciones educativas de primera importancia. Además, se cultivaron en el virreinato ciencias, artes, letras y humanidades, dentro y a los márgenes de las instituciones de enseñanza, que gestaron un ámbito de cultura relevante. Para una visión de conjunto, vale la pena citar a Vicente Riva Palacio, quien se refiere al progreso de la educación superior, la ciencia y la cultura en el virreinato: “Notable fue el progreso (…) de Nueva España en la instrucción pública y en las ciencias durante el siglo XVII. El gobierno virreinal, acatando las órdenes de los monarcas y las comunidades religiosas, cuidaron empeñosamente de difundir la instrucción superior, y de las cátedras de la Universidad, de los seminarios y de los colegios de los religiosos salieron hombres que, honrando a la colonia, hicieron que con razón pudiera llamarse aquel siglo el de oro de la dominación española en las letras y en las ciencias” (México a través de los siglos, vol. 2, 1885).
Sin duda, la Universidad Real y Pontificia de la Nueva España fue una institución de primera importancia para la formación de los clérigos, académicos y funcionarios del virreinato. Sin menoscabo de ello, es indispensable referirse a la red educativa establecida por la Compañía de Jesús a partir de su arribo a México en 1572. Recién establecidos en la capital virreinal, los jesuitas iniciaron la obra para establecer el Colegio de San Pedro y San Pablo, gracias al auspicio material de don Alonso de Villaseca —reputado como el hombre más rico de Nueva España— quien les cedió algunos solares en el centro de la ciudad, así como una importante cantidad para el sostenimiento de los catedráticos. La obra continuó mediante cuatro seminarios adjuntos al Colegio y se fueron conseguidos recursos adicionales de parte del rey de España (Felipe II) quien, en 1583 otorgó a la institución “diez mil ducados y mil cada año por espacio de diez” (Decorme, pág. 7).
Por su importancia y al reunir a los catedráticos jesuitas más connotados, el Colegio de San Pedro y San Pablo tomó el nombre de Máximo y fue también identificado como Colegio de México. En su etapa de mayor esplendor, al promediar el siglo XVII, atendía, según dato consignado por Decorme, a más de seiscientos estudiantes, matrícula numéricamente superior a la universitaria. Los jesuitas establecieron en el territorio virreinal un total de veintisiete colegios, con al menos una cátedra de educación superior, en distintas localidades. De ellos cabe resaltar, por el número de cátedras que reunían, además del Colegio Máximo, a los de Oaxaca, Guadalajara y Mérida, así como el caso especial de los dos colegios fundados en la ciudad de Puebla: el de San Ildefonso, que concentraba las cátedras de Sagrada Escritura, Moral, Derecho Canónigo, Teología y Filosofía, y el Colegio del Espíritu Santo, que se dedicaba a la enseñanza de Retórica, Gramática y Poética, de manera que, tomados en conjunto representaban una opción completa para la enseñanza superior. También es destacable la fundación de colegios en territorios administrativamente adscritos a Nueva España, como es el caso del Colegio de Guatemala, el Colegio de la Habana, así como el Colegio Máximo de San Ignacio de Manila, cada uno de los cuales tendría el rango de una institución de tipo universitario.
La Real y Pontificia Universidad de México tuvo el privilegio exclusivo de otorgar grados universitarios. No obstante, en varios momentos las autoridades del virreinato abrieron la posibilidad de que estudiantes del Colegio Máximo asistieran a cátedras universitarias e incluso pudieran presentarse a los exámenes de grado. Por otra parte, los egresados de los colegios jesuitas tenían la opción de graduarse en cualquiera de las universidades que la Compañía estableció en Europa. Por otra parte, dado que el privilegio de exclusividad otorgado a la Universidad tenía un límite geográfico, a los colegios jesuitas de Guatemala Manila y les fue concedido el título de universidad real, así como la prerrogativa del otorgamiento de grados superiores.
En 1767, la expulsión de los jesuitas de España y de sus virreinatos interrumpió y en buena medida canceló la presencia educativa de la Compañía de Jesús. Los colegios que administraban fueron, en algunos casos, cedidos a otras órdenes católicas, en otros transformados en instituciones civiles, y en otros más destinados a finalidades distintas de las educativas.