En todo el mundo la discusión sobre el gasto público en educación superior es motivo de discusión. La pregunta clave es si es sostenible el subsidio público a las universidades en un escenario en que han entrado en zona de convergencia varias tendencias, algunas de naturaleza demográfica, otras económicas y algunas más de orden político, dando lugar a dilemas de financiamiento que no admiten una solución simple y de largo plazo.
La importancia de la educación universitaria
Los sistemas de enseñanza superior continúan en expansión. Aún en Europa, con un crecimiento demográfico muy estable, se habla de una nueva masificación universitaria, derivada del creciente interés, tanto de empresas como de individuos, por contar con las capacidades necesarias para enfrentar la competencia global. El continuo crecimiento de los sistemas obedece también a la presión de la sociedad en su conjunto para brindar a las generaciones jóvenes oportunidades en el mundo del trabajo. La relación entre educación e ingresos continúa siendo positiva en todas las regiones del planeta, ya sea que se mida como “tasa de retorno” de la inversión educativa pública o privada (Psacharopoulos, 1994), o bien desde el punto de vista de las posibilidades de colocación y movilidad en la jerarquía ocupacional (Mills, ed. 1999).
Es compartido el punto de vista de que la formación universitaria, tanto como las capacidades de investigación científica y desarrollo tecnológico, son medios estratégicos para que las economías crezcan. No son, sin embargo, medios suficientes porque sin una correlativa política de fomento a los sectores productivos nacionales, poco pueden hacer las instituciones universitarias o los centros de investigación y desarrollo para incidir en la productividad y mejorar la cantidad y calidad de los empleos. Está demostrado, con base en la experiencia de varios países, que los esquemas de modernización económica, apoyados en inversiones estratégicas en educación superior, ciencia y tecnología, generan y apuntalan condiciones de crecimiento. Esta aseveración es válida tanto en el nivel microeconómico como en la escala nacional (Romer, 1990; Solow, 1994; Barro y Sala-i-Martin, 1995).
Por otra parte, se reconoce que la rápida expansión universitaria ha generado procesos de “credencialismo” en el sector laboral. Aún en segmentos de escasa exigencia profesional, los sujetos menos escolarizados compiten desventajosamente con egresados universitarios en busca de ocupación. Además, en momentos del ciclo económico en que la demanda laboral decrece, los individuos optan por permanecer en la escuela o bien por acceder a nuevas calificaciones, lo que genera nuevas y mayores presiones de demanda sobre las instituciones de enseñanza superior. No sólo el desempleo opera en este sentido, también lo hacen los procesos de modernización de empresas e instituciones al requerir certificados, títulos o grados para sus perfiles de puestos y promociones; de manera que los trabajadores que buscan mejorar sus posiciones de empleo, requieren también acceso a instancias de formación que les brinden la calificación o el certificado requerido.
La percepción social según la cual la educación superior es necesaria para lograr posiciones favorables no es equivocada. Aunque hoy en día los títulos y grados no garanticen el logro de las expectativas puestas en la formación universitaria, lo cierto es que sin esa formación resulta mucho más difícil acceder a oportunidades de colocación satisfactorias y, sobre todo, se reducen los horizontes de movilidad laboral una vez que se accede a determinado puesto de trabajo (Gamel, 2000). Aún en condiciones de escasez de empleos, la educación superior concede a los individuos opciones de ubicación laboral mediante migración geográfica que son inaccesibles a otras personas (Börsch-Supan, 1990). El egresado universitario tiene, además, mejores condiciones para crear su propia ocupación como profesional independiente.
Se vea por el lado de las opciones de competitividad que para las economías nacionales supone contar con una base firme de educación superior e investigación científica y humanística, o se vea por el lado de la demanda social por formación universitaria, el hecho es que, como afirma D. Bruce Johnstone, conocido economista de la educación, “la educación superior nunca ha sido más importante que hoy, al inicio del siglo XXI. La educación superior es central para incrementar el cambio hacia una economía basada en el conocimiento. Es un instrumento fundamental para la movilidad de los individuos y las sociedades. Se requiere educación superior para mejorar las condiciones de gobierno y para fundamentar nuestra convicción de que los problemas sociales pueden ser analizados y resueltos, no sólo de manera tradicional, sino mediante soluciones que emanan de bases de conocimientos y de capacidades renovadas” (Johnstone, 2001).
La “enfermedad de los costos” en las universidades
No obstante la importancia que hoy se concede a la educación superior y la investigación pura y aplicada, o tal vez debido a esa importancia, los sistemas e instituciones universitarios enfrentan una doble presión: conseguir niveles de calidad y pertinencia adecuados, y hacerlo en condiciones de austeridad debidas a la escasez de recursos públicos en condiciones de un irresuelto déficit fiscal. Un economista de Yale, William J. Baumol, publicó en 1993 un artículo acerca de un fenómeno que denominó “enfermedad de los costos”. Según él, cierto número de servicios, como los hospitales, la procuración de justicia, las bibliotecas públicas o la educación, se caracterizan por emplear intensivamente fuerza de trabajo especializada -pagada no por su productividad marginal sino en función de la demanda-, por no contar con condiciones para reemplazar trabajo por capital, y por requerir insumos cuyo precio en el mercado es, en promedio, superior a la tasa de inflación (véase Baumol, 1993).
En las universidades se verifica, en efecto, una tendencia de costos unitarios creciente, que requiere, en el caso de las instituciones públicas, subsidios y transferencias también crecientes so pena de limitar sus posibilidades de desarrollo. En el fondo es muy simple: en las universidades no se puede hacer más con menos si se pretende calidad. En condiciones de austeridad las instituciones universitarias pierden capacidad de respuesta al cambio (Clark, 1998), no pueden crecer, reducen sus posibilidades para atraer a los mejores cerebros que cumplan con las funciones de docencia e investigación, se ven limitadas para adquirir o renovar equipos, y pronto ocurre el deterioro de sus instalaciones. Pero, del otro lado, los recursos fiscales para enfrentar la espiral de costos son limitados a la vez que compiten con otras prioridades de gasto social. ¿Cómo entonces resolver el dilema?
Opciones de financiamiento
Como se apuntó antes, la problemática del financiamiento público del sistema de educación superior es mundial, ha sido ampliamente debatida y es claro que las opciones de respuesta disponibles son muy diferentes según el contexto. En general se acepta que la “diversificación de fuentes” es la mejor alternativa aunque, en la práctica, tal opción ha mostrado varios inconvenientes y aún efectos perversos.
La imposición de cuotas estudiantiles o la elevación de las mismas en instituciones públicas ha sido objeto de controversia en todas partes. Quienes están a favor argumentan que los grupos de menores ingresos (la mayoría de la población) acaban subsidiando, con sus impuestos, la educación de jóvenes de clases medias y altas. Quienes se oponen, hacen notar que las cuotas restringen las posibilidades de acceso a la universidad de los grupos menos favorecidos. Planteado en estos términos, el dilema parece resolverse mediante opciones de subsidio focalizadas en el grupo de estudiantes de escasos recursos, ya sea en forma de becas, créditos o mediante vouchers.
Sin embargo, la solución de becas a los pobres, o las becas crédito para las clases medias, también implica costos de administración y recuperación a menudo subestimados y, por otra parte, es una solución económica de corto plazo, porque, como tendencia, los costos crecientes de las instituciones, obligan a un incremento de cuotas difícil de sostener.
En países desarrollados, una solución efectiva ha sido atraer inversión privada a las universidades públicas, principalmente por medio de contratos de investigación, uso de laboratorios y otras infraestructuras o compra-venta de servicios. En los países en desarrollo, en que la transferencia tecnológica y de conocimientos entre universidades y empresas es mínima, esta opción resulta poco factible como solución general. Además, según se ha demostrado, la aplicación de modelos de vinculación convencionales a menudo transfiere recursos del sector público al privado y no al contrario, como se esperaría (Johnstone, 2001).
Otra respuesta común radica en la transferencia de recursos gubernamentales a las universidades públicas mediante contratos de servicios. Para múltiples proyectos del gobierno (salud, vivienda, educación, informática, etc.) las universidades ofrecen una amplia gama de posibilidades. Desde luego, esta solución, que implica formas de redistribución de recursos públicos, corre el riesgo de inestabilidad en escenarios o fases de escasa recuperación fiscal y también depende de las capacidades de negociación de las instituciones universitarias frente a la administración pública.
No son pocos los países que han optado por derivar recursos fiscales al sostenimiento de un sector cuantitativamente delimitado de educación superior pública, generalmente de alta exigencia académica, así como al sostenimiento de centros de investigación científica y desarrollo tecnológico en áreas estratégicas. Los casos de Brasil o Suecia son particularmente ilustrativos de la estrategia. Como se puede intuir, una solución de esta clase además de que inevitablemente produce segmentación social -los estudiantes que mejor pueden enfrentar la selectividad de las universidades públicas son paradójicamente los que menos necesitan la gratuidad de la enseñanza-, también inhibe opciones de desarrollo científico al limitar el respaldo gubernamental en temas considerados prioritarios.
Reflexión final
Por ahora, están claras dos cosas. La primera es que no hay soluciones mágicas y libres de costos. La segunda es que los sistemas que han logrado las mejores combinaciones entre el renovado imperativo del crecimiento, la necesidad de desarrollar sistemas con calidad y pertinencia, y la exigencia de equidad social, han sido aquellos que han desplegado capacidades para explorar, experimentar y ajustar distintas alternativas en forma simultánea. Está claro que tales capacidades son fundamentalmente políticas, aunque tengan su lado técnico, y que provienen de acuerdos básicos entre el Estado y la sociedad. En materia de financiamiento universitario ¿cuáles son las mejores opciones, las más viables, las más productivas? Depende, en buena medida, del contexto de aplicación. Por ello, hoy es impostergable abrir esta problemática al debate público y no aguardar a la recomendación de las “mejores prácticas” aplicadas en tiempos, realidades y circunstancias más o menos diferentes a las que hoy confrontamos en México.
Referencias
* Barro R. J. y X. Sala-i-Martin (1995), Economic Growth, Londres, McGraw-Hill.