El papel que el Estado mexicano está teniendo en la educación obliga a preguntar qué tipo de país y sociedad se está queriendo construir. Dar respuesta a esta pregunta es relativamente fácil cuando se analiza las políticas, acciones y decretos que el presidente Calderón ha promovido a lo largo de su mandato.
La reciente reforma al artículo 176 del ISR, para que las personas físicas deduzcan el pago de la educación en su declaración fiscal, así como el anuncio de que en fecha próxima se dará a conocer un programa de crédito escolar que fortalecerá los actuales esquemas de financiamiento y becas para estudiantes de educación superior, no dejan lugar a dudas.
Más allá de que en el discurso lo niegue, las acciones del presidente muestran su falta de compromiso con la educación pública y la intención de alentar el desarraigo de la población respecto de los valores que han sustentado la búsqueda de igualdad y de solidaridad social en México. Con tal maniobra se está intentando erradicar los sentimientos favorables hacia los símbolos y lugares en los que, como en el caso de la educación pública, se ha fincado la construcción de la identidad nacional y construido los vínculos entre el pasado, presente y porvenir dignos para el país.
Es más que evidente: el objetivo de las medidas es despojar a los mexicanos de las seguridades materiales y simbólicas básicas y distanciarlos de los espacios sociales e institucionales. Cuando menos desde que empezó este gobierno, se ha sembrado entre los mexicanos el temor y la angustia asociados al asecho del desfase social y la marginalidad. De hecho, detrás de la reforma al artículo 176 del ISR está la intención de presentar a las instituciones de educación pública relacionadas con el temido rezago y a la asistencia a escuelas “de paga” como estrategia para lograr la “añorada” integración al mercado.
Así, con un horizonte que bosqueja la identidad de la sociedad mexicana en términos de mercado, las instituciones públicas devienen anacrónicas y se reduce al Estado a una condición subordinada, a un garante del funcionamiento del mercado que debe inhibir la posibilidad de existencia de un mundo nacionalmente construido y proyectado. De ahí que Calderón esté promoviendo la asistencia de los niños y jóvenes a escuelas de régimen de sostenimiento privado.
En este contexto mercantil, se perfila y anuncia la construcción y el arribo de la sociedad del conocimiento. En este tipo de sociedad, el capital y el conocimiento son las mercancías más importantes. Por ello, los servicios educativos adquieren el giro de negocios y el impulso a la investigación se significa a manera de estrategia para obtener ganancias. Desde este mismo contexto, el mandato que recibe Estado es el de evitar que estudiantes y académicos se conviertan en agencia de transformación histórica, pues a toda costa se debe impedir que aparezcan sujetos que confronten las formas mercantiles de pensar y operar los servicios educativos. Para ello resulta necesario promover entre estudiantes y académicos la figura del becario, pues el becario, como bien lo expresó Richard Hoggart, nunca se siente relajado, renuncia a luchar por sus derechos y piensa que es incapaz de sostener su nivel de vida por sí mismo; vive invadido por la angustia de tener que cumplir las expectativas y los mandatos de selección y evaluación continua emanados desde el poder de quien lo tutela.
Sin duda, la condición de becario resulta especialmente favorable para promover sentimientos de riesgo y para desalentar la acción política en el mundo académico. De aquí que el anuncio hecho por Calderón, respecto de la próxima ampliación de los esquemas de financiamiento y becas para estudiantes de educación superior, tenga un doble objetivo: promover la educación privada y debilitar a las instituciones públicas, al tiempo que se quebranta la relación entre la educación y la política.
Desde las miradas cotidianas y empíricas ya es evidente que administrando el modelo de becario en los espacios académicos de México, tanto en los públicos como en los privados, los poderes hegemónicos ya están logrando apartar a los profesores e investigadores (con programas de becas como el SNI) y a los estudiantes de la lucha por sus derechos, impulsándolos hacia la sumisión característica de quien se siente elegido y recibe favores. De esta manera, lo más profundo de la identidad académica —el ejercicio de la crítica— ha sido trastocado y puesto en cuestión.
Sin duda, entre académicos y estudiantes existe la conciencia que les advierte que más que ganancias, lo que están recibiendo como becarios son deudas y compromisos, de diferente índole, que en algún momento demandarán ser saldados, también de diferente manera. Pero, ¿cómo negarse a recibir becas cuando los sentimientos de riesgo e insuficiencia acechan eternamente la vida de quién está dedicado al consumo y producción de conocimiento? ¿Cómo no agradecer que haya becas si los empleos son escasos y los salarios precarios? ¿Cómo evitar el deseo de ser becario cuando nada es gratuito y se menosprecia todo aquello que es público y se obtiene por derecho?
Así, el mundo académico de México está siendo habitado por un nuevo personaje: el eterno becario. Hoy muchos estudiantes, profesores, investigadores y técnicos comparten esta experiencia que, de hecho, se está imponiendo como obligación para no ser excluido de las estructuras académicas de jerarquía y reconocimiento.
El imperio del mercado está quedando instalado en todas las escuelas y universidades del país, públicas y privadas, bajo el manto de una aceptación prácticamente universal y sin mácula.
Perdón por el neologismo, pero la necesidad de designar las alteraciones profundas que está sufriendo la educación superior en México me hizo acuñar el término becarización. Con esta palabra quiero denunciar la corrupción y las perversidades que se esconden tras las políticas educativas que en lugar de dirigirse a fortalecer derechos y cumplir obligaciones públicas, se empeñan en convertir a los estudiantes y académicos en agradecidos becarios.