En las sociedades modernas, los estudiantes universitarios han sido los jóvenes que han gozado de visibilidad. Desde ellos se ha proyectado un prototipo del ser joven, que ha servido para opacar la diversidad de expresiones de lo juvenil. Las escuelas, y especialmente las universidades, han constituido el ámbito institucional encargado de operar el vínculo entre juventud y sociedad, dando lugar, en su seno, al proceso de integración social que, por años, se supuso que los, y más recientemente las jóvenes, deberían recorrer en su tránsito hacia ser adultos.
Es evidente que si reconocemos la pluralidad y heterogeneidad de lo juvenil, la conceptualización del joven, en términos de estudiante, nos coloca frente al problema de la exclusión de muchos jóvenes, los cuales, ya sea como producto de la injusticia social o como resultado de la interiorización diferenciada de los esquemas de la cultura vigente se mueven en territorios que apenas se entrecruzan con los procesos formativos que se desarrollan en los mundos de la escuela, lo que no significa, necesariamente, que no tengan relaciones con otros ámbitos de formación.
En la actualidad, los ámbitos de formación se han diversificado y complejizado. Los efectos económicos del nuevo capitalismo se han conjugado con los de la individualización, traídos por los vientos de la postmodernidad, y se ha desdibujado la referencia social del “estudiante” y, particularmente del “universitario” como fuerza de integración e identificación juvenil. Hoy, las universidades han incrementado su importancia en lo que respecta a la orientación del futuro de los países y, por ende de los y las jóvenes. Representa un espacio social donde toman cuerpo la tensión y las contiendas que se dan entre las propuestas que están hoy en disputa: la de la economía globalizada y la de la política del bienestar.
Ya hace más de veinte años que, en México, los gobernantes han favorecido las propuestas de la economía globalizada. Un elemento central de esta propuesta es la privatización de la educación superior, el avance de la cultura corporativa y la visión gerencial en las universidades.
Conforme a esta propuesta, los y las jóvenes multiplican sus espacios de aprendizaje y se mueven a un ritmo cada vez más acelerado. Llenos de actividades y experiencias diversas, en las cuales están presentes la internacionalización creciente de los programas de estudio, la virtualización, el mutuo compartir del tiempo de la escuela con el del tiempo de la escuela con el del trabajo, así como el acceso, casi continuo, a los sistemas informáticos, estos jóvenes se conectan con espacios que trascienden las fronteras de sus universidades para fluir al ritmo de la dinámica del just in time, para la cual la libertad del tiempo se concibe como muerte (tiempo libre=tiempo muerto).
Bajo la lógica de esta dinámica, los espacios y tiempos dedicados a la formación de los jóvenes se encuentran referidos a la búsqueda de la satisfacción de intereses privados; los procesos formativos se presentan como si fueran parte de una estrategia necesaria para no sucumbir ante la competencia. En estas circunstancias, ¿cuándo y en qué lugar puede darse la reflexión crítica que daba soporte a la identidad universitaria y al mito de lo político y la lucha por la utopía del bienestar?
Por su parte, el fantasma de la falta de empleo ha hecho lo suyo en contra del proyecto político de las universidades. Las continuas referencias a la dificultad que enfrentan los jóvenes para conseguir trabajo y, sobre todo, la dimensión imaginaria del desempleo, alimenta la doble sensación de una perdida de sentido de la educación y una incertidumbre creciente sobre el futuro. La visión de que “no habrá épocas mejores”, de que la exclusión social, política y cultural será cada vez mayor, ha permeado el imaginario de muchos jóvenes, que presienten una especia de fatalismo, fundado en una fachada de optimismo, sobre el carácter ineluctable de las transformaciones económicas. Frente a la apología del mercado, ligada a la certidumbre de que no habrá espacio para todos, muchos jóvenes han aceptado convertir sus ámbitos de formación universitaria en espacios para el mantenimiento del statu quo y para la defensa de las conquistas sociales adquiridas. La gestión de las desigualdades sociales, que antes formara parte del currículum oculto, se ha convertido en misión abierta y anunciada por parte de muchas instituciones educativas. Frente a esta transgresión del contrato cívico y social, ¿puede esperarse que los jóvenes universitarios traspasen los límites del “así será” para luchar por “lo que podría ser”?
El cumplimiento de los planes de privatizar la sociedad y la política supone, como condición sine qua non que, cuando menos en la juventud, sucumba la fuerza imaginal del proyecto humanista y político de la universidad, en cuya base se encuentra la concepción de la educación como bien público. ¿Será esto lo que explica el empeño que tienen algunos por desprestigiar y restar apoyo a las universidades públicas?