Estamos en febrero, mes del amor. En los tiempos preelectorales que hoy vivimos esta palabra está siendo mencionada por varios de quienes buscan ocupar un puesto político, ya sea una diputación, senaduría, regencia y hasta la presidencia de la república.
En particular en el Estado de Morelos, en donde las fechas de las elecciones coinciden con las del recambio presidencial, se observa que los candidatos en campaña, independientemente del partido del cuál sean miembros, con frecuencia publicitan sus candidaturas por medio de corazones y referencias al amor. Es por eso que dedico este artículo para recordar, utilizando el pensamiento de Hannah Arendt, que el amor no puede constituir la base ni el trasfondo de la acción política porque su naturaleza es esencialmente privada.
Escribió esta importante filósofa judeo-alemana que el amor traído a la esfera pública puede traducirse en horror, pues su lugar no es el mundo sino la intimidad. Advirtió que la distancia, es decir el espaciamiento, entre los seres humanos es una condición para la existencia de “lo público”, pues solamente de esta manera cada individuo, su pensamiento y acción participan desde un lugar propio; de no existir la requerida distancia entre los individuos el “nosotros” de lo social se transforma en “masa”. De esta manera, postular el amor como forma de sociedad y política equivale a proponer un remedo de comunidad en la cual, tarde o temprano, germinará un sistema totalitario que inhibirá la acción política.
Sustituir la necesaria distancia, incluso frialdad, que conlleva la reflexión, la crítica, el debate y el diálogo, -elementos todos que deben darse en el espacio público-, por el calor del amor, -que se debe dar en privado-, no puede instituir un espacio de libertad; solamente puede soldar a los unos con los otros sin dejar espacio suficiente para que entre todos surja el interés común. El hecho de ubicar el amor como forma de relación entre los seres humanos y entre la sociedad y el Estado lleva inexorablemente a una crisis política.
La situación en la que hoy se encuentra nuestro país es muy grave. Por ello, es menester que quienes hoy están en busca de apoyos y votos comprendan que las promesas de amor público pueden profundizar la crisis política que hoy ya vivimos. De cumplir sus promesas, estarán inhibiendo “la vuelta de lo público” así como la instalación de un Estado que cumpla con su responsabilidad de cuidar del bien general de todos los sujetos de derecho. También obstruirán la promoción y el ejercicio de la crítica y el control que necesariamente debemos ejercer los ciudadanos (el público) frente al dominio estatalmente organizado.
La vuelta de lo público y de un Estado responsable con lo social pasa necesariamente por pensar y actuar (en el sentido que le da Arendt) en el sistema educativo. Con excepción de lo que debe suceder en los jardines de infantes, el amor y la educación no se conjugan. Particularmente en el terreno de la educación superior, el compromiso con el amor sólo adquiere cabida en relación con el saber, la sabiduría y la ciencia, pero nada más.
Sería un error, y muy grave, instalar el amor como forma de relación entre académicos, estudiantes, trabajadores y directivos de las instituciones de educación superior. En cambio, lo que debe existir entre ellos es el ejercicio de la razón y de la crítica, lo que no quiere decir que las relaciones entre estudiantes y docentes no deban ser cercanas.
En estricto sentido, el carácter público de una institución de educación superior se asocia con el compromiso y capacidad de formar ciudadanos; es decir con la instalación de la reflexión, de la crítica, de la participación, del debate y del diálogo como método pedagógico. Desde esta perspectiva, la defensa de la universidad pública deviene en defensa de la vocación reflexiva y crítica de la institución en aras de producir conocimiento y sabiduría. El objetivo de este tipo de institución debe ser el de que los jóvenes se realicen como seres humanos al tiempo de que se desarrollan como profesionistas y como ciudadanos.
En cierto sentido podría hablarse de una omnipresencia necesaria del amor en todo hecho educativo, pero como un acto de afirmación de la libertad del otro. El compromiso con la libertad de pensar y actuar se contrapone a los objetivos educativos del mero acondicionamiento para adquirir destrezas laborales o para ocupar un lugar activo en el mercado de trabajo; mucho más se opone a la idea de instalar la competencia y el consumo como esencias de la vida. En efecto, la dimensión ética de la educación podría entenderse como amor, pero solamente si se traduce en compromiso con la libertad y con el desarrollo de la sensibilidad, del respecto, de la colaboración, la solidaridad y la justicia hacia los otros como pedagogía. De hecho, esto es lo que le otorga el carácter social a una institución educativa.
En fin, la relación entre ciudadanos es diferente de la del amor, eso es seguro. Es una relación que implica una distancia objetivizante, pues tiene un objetivo: llevar a la sociedad al futuro, a través de la reflexión, el debate, la participación y el consenso público que se dan en los espacios públicos. Este es también el objetivo de la educación pública.