Votar, o no votar, de manera voluntaria y conciente para elegir a quienes gobernarán el país es un derecho y a la vez una obligación en las democracias republicanas. El próximo domingo, 1ero de julio, los mexicano/as tendremos la oportunidad de ejercer tal derecho y obligación.
El acto de votar está relacionado con la “modernidad política” y representa el acto fundante de los regímenes constitucionales; de hecho en muchos países, y en particular en México, la legislación electoral fue incluida en la misma carta constitucional. Es interesante apuntar, sin embargo, que el acto de votar está inscrito en la vida social y cultural de los pueblos y, por lo tanto, los comportamientos de los electores incluyen ritos, usos y costumbres que van más allá de las formalizaciones legales.
Las dimensiones culturales y sociales del acto de votar, por ejemplo, son las que explican que, por lo general, los comicios se lleven a cabo en día domingo. Con esto se da a la jornada electoral un significado de celebración, festividad o de día feriado en cuanto que puede interrumpir el transcurso normal de las actividades de los ciudadanos y cuya ocurrencia no puede ser impedida por razones de trabajo. El mismo vocablo “voto” ilustra su relación con las tradiciones religiosas en el sentido de entrega de ofrendas y cumplimiento de promesas.
Otro aspecto que muestra el peso de las dimensiones sociales y culturales en el acto de votar es el de la exclusión de las mujeres del voto hasta bien entrado el siglo XX. Antonio Annino ha documentado que las leyes mexicanas nunca han prohibido explícitamente que las mujeres voten, aunque sí han definido ciertos requisitos de exclusión como el analfabetismo, la dependencia económica, entre otros. ¿Por qué entonces no fue sino hasta la segunda mitad del siglo pasado que en México fue otorgado el voto femenino? La respuesta es que las mujeres eran consideradas parte del cuerpo familiar y, por ello, sus intereses civiles quedaban supeditados a los del padre o al marido que eran quienes las representaban en sociedad.
A los jóvenes, considerados hijos de familia, les pasaba lo mismo que a las mujeres porque el padre votaba en nombre de su pequeña sociedad “natural” frente a la sociedad política. Estos ejemplos confirman que tanto el género como la juventud son construcciones socio-culturales y que las mujeres y los jóvenes mexicanos han tenido que dar luchas a fin de no ser vistos como propiedad de otros y así poder ejercer plenamente sus derechos políticos y ser tratados como ciudadanos.
Una cuestión profunda y estratégica respecto a la prevalencia de las dimensiones sociales y culturales relacionadas con el proceso político del acto de votar es el cuadro simbólico de mesas instaladas en las escuelas, casas, barrios y calles y que son atendidas, entre otros actores, por vecinos. Este cuadro evoca los principios de una democracia representativa cuya base de confianza se finca en el reconocimiento de la importancia de la vida comunitaria. Dentro de este cuadro, el acto de votar tiene un alto contenido ritual que expresa públicamente la condición libre del ciudadano y a la vez su compromiso con la comunidad.
La desconfianza de los ciudadanos y de las comunidades hacia “el sistema”, que es quien organiza y “dirige” las elecciones, parece que ya también es parte de la “tradición” mexicana. Con todo y los esfuerzos que ha realizado el IFE, para erradicar la desconfianza ciudadana en los procesos electorales, lo cierto es que en varios grupos de la sociedad mexicana persiste la idea de que la corrupción y el fraude es un hecho frecuente en los procesos electorales que se llevan a cabo en el país. Además, hay coincidencia en pensar que no sólo hay manipulación y falsificación de datos sino que las querellas frente a los resultados no se resuelven con justicia.
La desconfianza de los mexicanos en los procesos electorales ha causado un impacto profundo sobre las actitudes y los comportamientos políticos. Ha influido sobre la visión que tenemos de nosotros mismos y cultivado una percepción de debilidad de la sociedad y de los individuos frente al Estado. Tan es así que para muchos la corrupción y el fraude se han “naturalizado”, son vistos como parte de los hábitos y las costumbres de los mexicanos y considerados inevitables.
Es urgente que los comicios del 1ero. de julio permitan remontar las percepciones de manipulación y fraude. De otra manera ni el “yo soy” ni el “yo hago” de los ciudadanos mexicanos serán absueltos de las referencias de corrupción, inmoralidad y violencia. De este tamaño es el reto que nos plantea, a todos los ciudadanos mexicanos y particularmente al IFE, el proceso electoral del próximo domingo. De esta vez, más allá de la distancia que haya entre los votos obtenidos por los contendientes debe haber certeza de quien obtuvo la mayoría. De esta vez, la legitimidad del mandato y la legitimidad popular de quien tome posesión como presidente electo(a) de México no pueden quedar en duda. De esta vez, debe quedar bien claro: la trampa, el fraude, la manipulación, la corrupción y la violencia están fuera de nuestras costumbres. ¡Los mexicanos somos capaces de llevar a cabo elecciones limpias!