Son numerosos los ejemplos que sostienen la afirmación de que en la actualidad, en México, están sucediendo cambios importantes y significativos en el campo de la educación. A propósito de sus actores principales, estudiantes y maestros, las escenas cotidianas muestran que hay conflictos y resistencia ante los cambios anunciados por el gobierno. Llamo la atención a los múltiples movimientos y manifestaciones que se han registrado desde la campaña del quien es hoy presidente. Lo que parece es que algunas de las decisiones tomadas no son coincidentes con las aspiraciones, anhelos e ideales de muchos de estos actores.
No parece difícil entender que haya maestros y estudiantes descontentos con las acciones tomadas porque éstas cuestionan la capacidad de los mismos, señalándoles la obligación de que adquieran competencias, atributos y recursos que varios no tienen. Los objetivos generales, explícitos en las reformas son: elevar la calidad de la educación y que el Estado sea el rector de la misma, pero el mensaje implícito en los discursos es que muchos maestros y estudiantes no cumplen con los requisitos exigidos para llevar a cabo el cambio. En el marco de estas trasmisiones, la exigencia de la evaluación universal a docentes y el requisito de que los estudiantes aprendan inglés, por ejemplo, se significan como amenaza de exclusión.
Un factor determinante del descontento contra los cambios anunciados es que algunos maestros y estudiantes se sienten expuestos a un estado de humillación, de derrota y de mediocridad. De alguna manera, las trasmisiones que les han sido enviadas a través de discursos e imágenes son de desprecio hacia lo que ellos han sido y son. Así pues, la aplicación generalizada, a raja tabla, de cambios en el terreno educativo puede ser de una gran crueldad para los perdedores en una competencia social, que se libra en la educación, encargada de distinguir a los individuos según sus recursos y méritos.
No cabe duda de que es urgente que la calidad de la educación a cargo del Estado mexicano sea elevada. Sin embargo, si los esfuerzos que se despliegan para lograrlo mandan el mensaje que habrá “víctimas” es natural que provoquen resistencia. Estando las cosas como están en México, el asunto de cómo intervenir la calidad educativa tiene que partir de la realidad de que los actores del sistema educativo están distribuidos en posiciones sociales muy desiguales. Por ello, de manera recurrente, surgen voces que demandan trato diferente respecto a lo que establecen los decretos y leyes generales.
No hay que olvidar que en una sociedad comprometida con la democracia, como es la mexicana, la calidad de la escuela tiene que ver, ante todo, con la justicia. A priori, todo parece muy simple: la evaluación de los maestros y la revisión de los curriculums constituyen dos elementos necesarios para elevar la calidad educativa. Es cierto. Pero, para que el sistema educativo cumpla cabalmente su función democrática y de justicia social no puede sacrificar a los más débiles, ni tampoco producir “vencidos”.
Ante los comportamientos públicos violentos que han mostrado maestros y estudiantes que toman vías de comunicación e instalaciones de manera agresiva y hasta vandálica, la mayoría de la población proyecta para ellos veredictos condenatorios. Pero, contra este tipo de veredictos argumento que las reformas educativas que se están llevando a cabo han desestabilizado profundamente las certezas y esperanzas de los actores de la educación. Quienes se encuentran en condiciones de vulnerabilidad ya no pueden esperar que “la revolución les haga justicia” y, por ello, significan los cambios anunciados como amenaza que empeorará su situación.
El mundo de la educación en México está conmocionado y hay que aceptarlo. Renunciar, por ello, a la ambición de la calidad educativa y permitir que ésta se siga degradando constituye un renunciamiento cultural grave y una sumisión a un destino mediocre e indigno para el país y los mexicanos. Los cambios hay que hacerlos sabiendo que el espacio escolar es un terreno de luchas feroces y que sería absurdo esperar que no surgieran conflictos.
Pero, ninguna sociedad democrática puede estar satisfecha si los conflictos se enfrentan y disuelven a través de la violencia, de actos delincuenciales y autoritarismos. Esto nos obliga a dejar de lado la tendencia a querer deshacernos de los maestros y estudiantes “difíciles”. Más que obligarlos a que se callen o de meterlos a la cárcel debemos escucharlos y reflexionar en lo justo, o no, de sus demandas, dejando de lado la tendencia que hay en el país de considerar que la única participación legítima es la que constituye una adhesión al sistema.
La importancia simbólica de que estén siendo los actores de la educación quienes están actualmente en lucha es enorme. Expresa fundamentalmente el miedo social de la época: la condena a la exclusión, sin salida. De ahí que haya tanta violencia.