Tradicionalmente, la representación social de la figura de becario ha estado asociada con procesos formativos, en virtud de los cuales el becario se compromete a realizar algún tipo de trabajo o estudio a cambio de un estipendio. Las becas cubren un periodo de formación y, por ello, quienes las reciben no tienen derechos ni obligaciones laborales, de acuerdo con la legislación en la materia. Generalmente, sólo obtienen becas aquellos individuos con trayectorias destacadas y futuros promisorios y que, por ello, merecen reconocimiento y apoyo.
Pero hoy la realidad nos habla de que las cosas han cambiado. Los procesos de transformación que se han dado en el mercado laboral han tenido como efecto la precariedad del trabajo, provocando, entre otras cosas, que las becas se hayan convertido en instrumento para contender y hasta encubrir tal precariedad.
Las becas, ahora, llegan a confundirse con salario y más que ser apoyo de procesos de formación resultan necesarias para sobrevivir. Siendo que la mayor parte de las becas se otorgan para realizar trabajo académico y que el mercado de trabajo en este sector se encuentra en condiciones francamente precarias se antoja decir que las becas han funcionado, sobre todo, como mecanismo para controlar el descontento en la academia, la cual, por cierto, potencialmente representa una fuente de pensamiento crítico y, consecuentemente, de movilización social.
En las últimas décadas los becarios han proliferado en las universidades. El incremento en el número de becarios se debe no sólo a los posgrados de "excelencia", sino a la escasez de plazas académicas para que los jóvenes se inserten laboralmente en las universidades.
A la fecha, varios estudiantes de doctorado, doctores y posdoctores realizan funciones de investigación adscritos a "proyectos" que tienen duración y alcance delimitados. De entrada, los becarios saben que el respaldo institucional a su actividad académica es relativo, de carácter transitorio y no les procura ningún derecho a aspirar a una posición laboral estable.
Por su parte, los académicos que sí tienen contrato, nombramientos institucionales y derechos laborales reciben salarios nimios y suelen ser los responsables de "los proyectos". Concursan por becas y financiamientos para complementar sus ingresos mensuales, así como para obtener los recursos necesarios para situarse en las redes internacionales de producción de conocimiento.
Lo cierto es que, hoy, no sólo son becarios los jóvenes que empiezan en la investigación y se encuentran picando piedra para insertarse en el mercado de trabajo académico; también los prestigiados académicos con amplias trayectorias institucionales en la investigación tienen este estatus.
Ambas figuras enfrentan la incertidumbre y comparten los sentimientos de vulnerabilidad que acarrean las relaciones sin responsabilidad de largo plazo. Claro está, lejos están muchos de los académicos "consagrados" de sentirse identificados con "sus" becarios.
Más allá de lo interesante e importante que es para la universidad y para la consolidación de una cultura académica en la institución la construcción de identidades compartidas entre investigadores consagrados y los que aspiran a serlo, lo que quiero resaltar aquí es la urgencia de reflexionar en el significado que tiene que, hoy por hoy, una importante proporción, posiblemente la mayor parte, de la investigación que se hace en el país esté siendo desarrollada por becarios, independientemente de que tengan contratos laborales o no. Es preciso hacer explícito que este hecho indica que, en la actualidad, México no cuenta, ni siquiera, con las condiciones estructurales y las capacidades institucionales mínimas que requiere la ya de por sí escasa investigación que hoy se produce.
En un contexto donde el gobierno, los empresarios y la sociedad aceptan la importancia del conocimiento para el desarrollo humano, de la calidad de vida y de la competitividad económica, ¿no es esto una condena a la mediocridad, la dependencia y el subdesarrollo relativo?
En México, particularmente en los ámbitos académicos, parece que hemos llegado a un punto extremo en el cual permitimos que se confundan el honor y el reconocimiento con las necesidades de supervivencia. Por supuesto, las becas en la universidad deben ser muchas, cada día más, pues son necesarias para apoyar procesos formativos. Pero, si hay que preparar a los jóvenes con vocación intelectual y científica para que no encuentren trabajo y aunque lo encuentren pasen sus vidas buscando becas eternamente, ser profesor e investigador, me parece un mal oficio.