En la actualidad, suele pensarse en los estudiantes universitarios como jóvenes. De hecho, las encuestas realizadas muestran que la identidad estudiantil ha sido opacada por la de joven y que hoy lejos están muchos estudiantes que asisten a instituciones de educación superior de sentirse parte de una comunidad universitaria. Sus sentidos de pertenencia suelen adscribirse a territorios en los que emergen, toman cuerpo y se viven las culturas juveniles y ya no tanto a espacios donde suceden quehaceres institucionales. Pero esto es resultado de una historia que contaré en tres partes. En este texto daré cuenta de su comienzo y en el siguiente abordaré la problemática en presente. Destinaré un tercero a dar cuenta de lo que sucedió y sucede con “los otros” jóvenes, los que no fueron ni son estudiantes, y su relación con los destinos de la institución universitaria.
Pues bien, el inicio del proceso de juvenilización de los estudiantes universitarios tuvo lugar en Europa occidental, justamente, un poco después de que la universidad fuera “inventada” por los estudiantes de Bolonia, cuando ya asomaban en el horizonte los primeros indicios de la época que llamamos modernidad. Ciertamente, los estudiantes que fundaron la que hoy se reconoce como la primera universidad no fueron jóvenes. No podían serlo porque, para entonces, el sujeto juvenil no había emergido, todavía, y la juventud no había sido producida. Esto sucedió tiempo después, como resultado de la instalación de los procesos de socialización que irrumpieron en el escenario histórico junto con la urbanización de la vida, la industrialización de la producción y el reconocimiento de la importancia de la educación como mecanismo de formación del hombre con capacidades, conocimientos y actitudes necesarios para integrarse a los nuevos procesos productivos y a la promoción de la producción y la acumulación de riqueza.
En la época medieval no es que no hubiera jóvenes, los había. Pero, no había una condición de vida llamada juventud. Los entonces jóvenes se encontraban, junto con las mujeres, desterrados a lo privado familiar; eran propiedad de alguien y estaban apartados y dedicados a la vida laboriosa y dedicados a funciones corporales. Recordemos que no fue sino hasta la llegada del capitalismo que apareció el trabajo libre y que sólo entonces los hombres (que no las mujeres) entraron en posesión de su cuerpo y de su fuerza de trabajo. Queda claro así que los estudiantes de la universidad medieval no se consideraban ni actuaban como los jóvenes de entonces. Entre los universitarios no había una identidad etaria, ni territorial o institucional, sino que lo que los conformó como grupo y les dio el poder necesario para fundar la universidad fue su estatus gremial y el reconocimiento público de la importancia de su quehacer. Actuaron políticamente y así lograron que los poderes eclesiales, los monarcas y los señores feudales comprendieran que la concurrencia estudiantil constituía una fuente de opinión pública relacionada con la crítica y el control de la dominación organizada del Estado. No es casual que la fundación de la Universidad de Bolonia coincidiera con la renovación del interés por el derecho romano.
Ya en plena modernidad, la universidad se sumó al esfuerzo desplegado por los poderes y por la sociedad para preparar a los miembros de las nuevas generaciones siguiendo el repertorio de normas, valores, percepciones, conocimientos y habilidades necesarios para desempeñarse e interactuar de acuerdo con las exigencias de los nuevos tiempos. La voluntad de llevar a cabo esta “preparación” es el fundamento de la construcción social de la juventud y fue la adscripción de la universidad a ella la que hizo que los estudiantes universitarios nutrieran el grupo juvenil: fueron apartados de la vida pública, quedaron confinados al mundo privado de la vida universitaria y se tornaron dependientes de los dictados de maestros y autoridades. Como consecuencia, la identidad del estudiante universitario pasó a equipararse a la de alumno.
Al integrar su identidad a la idea de juventud, es decir a la de alumno, los estudiantes universitarios quedaron ubicados socialmente en una posición de heteronomía y del no saber, en contraste con la adultez a la que se le concibió autónoma y sabia. Esta ubicación los colocó, a su vez, en un espacio de moratoria, respecto del espacio público vinculado con la acción política y también respecto del trabajo. Así fue como de haber aparecido en la escena histórica como sujeto reflexivo, conocedor y autónomo, es decir, como sujeto político, los estudiantes universitarios quedaron suspendidos en un espacio de espera obligada. Quedaron convertidos en sujetos “sujetados” (diría Foucault) por la propia institución universitaria que bien ha cumplido su encargo de mantener a la juventud fuera de la esfera pública, bajo el supuesto de que los estudiantes (léase jóvenes) no se encuentran preparados para hacerse dueños de sus actos y desempeñarse como buenos ciudadanos. Pero en la actualidad sabemos que ante este autoritarismo, incubado en tal supuesto y sujeción, los y las jóvenes de hoy se han rebelado. La de estudiante universitario ya ha dejado de ser una identidad normalizada que pueda ser impuesta a todos los que están matriculados en las universidades. De hecho, jóvenes universitarios, junto con otros jóvenes, están aportando una redimensión de sus subjetividades y sus quehaceres y se están haciendo cargo de la producción de sus vidas y de su propio sentido. Por supuesto, esto ha tenido enormes efectos sobre lo que hoy son y representan, para la sociedad, las universidades.