En el número 338 de Campus, que apareció el pasado 24 de septiembre, comenté que los estudiantes universitarios que fundaron la primera universidad no eran jóvenes. No lo eran porque la juventud no había sido “inventada” y porque con su actuar los estudiantes medievales demostraron que no eran jóvenes, pues en esos tiempos los escenarios en los que transcurría la vida de los “menores” eran los ámbitos privados del feudo y de la vida familiar. Ya en la modernidad, en las ciudades, los jóvenes “juvenilizados” se incorporaron a la escuela y los que se quedaron fuera hicieron de las calle su territorio privilegiado; los que incorporaron al trabajo más que jóvenes se identificaron como trabajadores, independientemente de su edad. Escuela y calles, por lo tanto, fueron los espacios que agruparon e hicieron visible a la juventud como sujeto diferenciado del resto social. Desde siempre, los imaginarios sociales dominantes han asociado a los jóvenes que van a la escuela con la juventud ideal y a los otros con la juventud violenta y delincuente. De hecho, la sociedad moderna ha tendido a encasillar la ocurrencia de juventud en el molde de esta dualidad, negando y haciendo invisibles todas sus demás expresiones.
En fin, de acuerdo con las idealizaciones, la estancia de los jóvenes en la universidad debería transcurrir en silencio y en orden en el espacio privado, y a veces autónomo, de la academia. Pero tales idealizaciones entraron en contradicción con la formación y la esencia universitarias que tienden a desacralizar el poder y a mostrarse críticas respecto de éste, cuando menos en las universidades públicas. La sociedad moderna no pudo evitar que los estudiantes universitarios aparecieran públicamente como sujeto y se movilizaran para exhibir sus desacuerdos con el poder y recordarle a la sociedad que los jóvenes son producto y a la vez parte y productores de ella. Y, esto ha sucedido y sigue sucediendo aún prácticamente en todo el mundo.
Ya para cuando dio inicio la década de los años sesenta del siglo pasado, los estudiantes universitarios en el mundo occidental, incluido México, representaban uno de los actores más visibles del movimiento de combate al autoritarismo del Estado y a su falta de compromiso con la democracia. En este contexto, los movimientos estudiantiles del 68 constituyen el culmen del proceso de distanciamiento de los jóvenes universitarios respecto de los Estados nacionales. A partir de entonces, la juventud universitaria (de las universidades públicas) se erigió como un sujeto crítico y combativo y, sin duda, el 68 magnificó los imaginarios que la representan proclive a la acción política y a la participación en movimientos sociales. Así que a partir de finales de los sesenta, desde las opiniones y visiones de los grupos hegemónicos de la sociedad, la desobediencia y la violencia son características de casi todos los jóvenes, y ya no sólo de los que habitan en los márgenes. Claro está que no por eso se les deja de construir, tratar y pensar como diferentes.
A partir de la década de los setenta la educación superior pública incrementó la matrícula significativamente y esto, entre otras cosas, tuvo repercusión en la representación social de los estudiantes universitarios a quienes la opinión pública construyó como parte de “una masa”, al tiempo que a las universidades públicas las presentó como deficientes en términos de calidad. Estas imágenes y opiniones contribuyeron a devaluar la identidad estudiantil y a corroer el orgullo de ser universitario. Por supuesto, el mercado de trabajo hizo su parte, pues el desempleo de jóvenes con educación superior se convirtió en cosa de la vida cotidiana. En las discusiones a propósito de la importancia de formar universitarios para el desarrollo nacional, se escucharon voces influyentes que opinaron, entre otras cosas, que los que había en México ya eran demasiados, insistiendo, además, que no servían para responder a las necesidades del país. Se promovió la idea de que los egresados de las universidades públicas difícilmente encontrarían trabajo.
La expansión de la matricula posibilitó el acceso a la universidad de una población estudiantil más heterogénea, desde el punto de vista de su origen social, regional, así como de una mayor proporción de mujeres. Sin embargo, el capitalismo y sus representantes se han cobrado estas ganancias sociales, entre otras formas, devaluando social y económicamente la figura del estudiante de universidades públicas y ponderando, en cambio, al de universidades privadas caras, causando fragmentación en la identidad de los estudiantes universitarios. Esta fragmentación aparece hoy como irreversible, se expresa incluso en el interior de las universidades públicas y privadas y ha echado abajo el mito moderno de que entre la juventud universitaria no hay distingos (por no decir lucha) de clases. Esto, entre otras cosas, lleva a desechar la posibilidad de que en los tiempos que corren irrumpa un movimiento estudiantil unificado, como se suele representar (porque no lo fue) al del 68. Sin embargo, refuerza la idea de que los muchos jóvenes, universitarios y no, que hoy se encuentran descontentos con lo que está pasando en México y con su situación, no se quedarán con los brazos cruzados.