Recientemente, fui invitada a dar una charla sobre juventud. Un joven asistente tomó la palabra para externar su preocupación por lo que está sucediendo en la ciudad de Monterrey, en donde, dijo, de manera cotidiana ocurren hechos violentos que están afectando profundamente la vida de los y las jóvenes, tanto que ahí la juventud se construye en relación con la violencia. Aclaró que aunque su referencia es Monterrey, en toda la región norte del país ser joven se ha convertido en sinónimo de ser fuente de agresividad, ya sea como víctima o como victimario. Vinieron las preguntas: ¿cómo fue que llegamos a esto?, ¿no es ésta región del territorio nacional en la que, supuestamente, impera la prosperidad y se vive mejor?, ¿por qué los y las jóvenes participan en actos violentos?, ¿por qué los espacios escolares, incluidas las universidades, se han convertido en lugares en los que circulan drogas y se suscitan tragedias e infortunios delictivos?, ¿qué hacemos?... ¡Tantas preguntas! ¡Cuánto dolor! ¿Respuestas? Pocas.
Por suerte, nadie de los presentes respondió señalando a los y las jóvenes como culpables, llamándolos “pandilleros” o “inocentes”. Quien tomó la palabra, incluso advirtió que no aceptaba respuestas que involucraran castigos a los jóvenes ni tampoco propuestas que implicaran convertir las ciudades y las escuelas en fortalezas blindadas ni sobrevigiladas. Tiene razón: las respuestas no deben llevarnos a construir y vivir en guetos, sino a sanear y fortalecer la vida social.
En fin, hurgando en las teorías de grandes sociólogos recordé que Gilles Lipovetsky, filósofo y sociólogo francés, escribió dos importantes libros: La era del vacío y El imperio de lo efímero. Su tesis central es que la sociedad de consumo y de comunicación ha liberado a los individuos de las antiguas formas de pertenencia colectivas y, en su lugar, ha instalado una lógica de vida que pondera el individualismo y lo inmediato. En este tipo de sociedad se fracturan las formas y espacios de socialización disciplinaria y se da paso a espacios flexibles basados en la estimulación de las necesidades y la búsqueda de satisfacción inmediata, partiendo de la organización privada. Los y las jóvenes quieren vivir aquí y ahora; ya no se cultiva en ellos la fe ni la confianza en el futuro. Lo que importa es el consumo que se hace hoy; el consumo de la propia existencia. Todo se considera efímero, empezando por la juventud y la vida misma. Siempre hay urgencia de tener y mucha prisa por consumir.
En nuestro país, el 2 de julio del año 2000 quedó instalada formalmente la sociedad del “Hoy, hoy, hoy”. Y, un poco después, por cierto en la ciudad de Monterrey, se dio la bienvenida, también formal, a las ideas del “posconsenso de Washington”. Esta bienvenida no significó otra cosa que la práctica abierta de políticas económicas neoliberales que terminaron de desmantelar al Estado comprometido con los postulados de la Revolución Mexicana y elevaron las leyes del mercado y “lo privado” a rango de dogma social. Desde entonces, se arraigó en México una política de corto plazo, cuyas preocupaciones no pasan por el destino de largo plazo del país ni de su juventud. De ahí que se promueva la idea de que para que los jóvenes tengan oportunidades deben arrebatarlas a los adultos o, en el mejor de los casos, éstos deben retirarse. ¡Cómo si los jóvenes no fueran a convertirse en adultos!
Estando en la actualidad ya plenamente instalada en México la sociedad del consumo, la juventud mexicana ha quedado apartada de la ideología de la esperanza y de los valores y actitudes del esfuerzo y la espera. Así, desesperanzada, ansiosa y desesperada, la juventud vive en el presente sin el sentido de continuidad histórica y lejana a las instituciones sociales. Esta forma de vida deviene en estrategia de supervivencia y la violencia organizada se muestra a los jóvenes como una especie de cobijo emotivo y económico en oposición a la desafección y escasez de oportunidades que les ofrecen las instituciones y las medidas policiales. Vacío, vulnerabilidad, necesidad, frustración e impaciencia son, pues, los sentimientos desde donde la sociedad mexicana del hoy, hoy, hoy está produciendo a su juventud. Consecuentemente, encontrar y dar solución a la grave situación que los jóvenes están viviendo en la región norte del país, y en México todo, pasa por construir otro tipo de sociedad. La pregunta ahora es: ¿cuál y cómo?
El mismo Lipovetsky propone como posible solución la vuelta a la cultura de la profundidad y a los proyectos que visualizan la posibilidad de construir un mejor futuro. En su propuesta, la cual acojo como propia, la educación tiene un importante papel que cumplir. Tenemos que dejar de ponderar la adquisición de certificados y títulos y el cumplimiento de indicadores por encima de la importancia que damos a los procesos de aprendizaje y de formación. Para generar el cambio necesario se requiere, entre otras cosas, que los espacios educativos, incluyendo los que se dan en el ciberespacio, dejen atrás las prisas e reinstalen la disciplina (que no la sujeción) y el respeto por la reflexión y por el trabajo cuidadoso y paciente.
Pero no quiero que lo que digo se interprete como que México debe tornar al pasado y que esto sirva para avalar la “vuelta del PRI”. La cosa no va por ahí. La propuesta es dar al país un proyecto de futuro que ponga fin a la corrupción y a la acción irresponsable. Que se establezca con principios éticos y pondere la construcción de lazos de solidaridad por encima del logro del éxito personal. Que se instale en los mexicanos el aprecio por lo que somos y el cuidado por nuestro patrimonio, así como la voluntad y el esfuerzo de participar en la construcción de un país digno en el que lo colectivo se organice con base en el respeto a la vida, a hombres y mujeres, a sus culturas y a sus tiempos. Claro que esto no será posible si se permite que llegue a la Presidencia alguien que no respete la cultura, desconozca la historia y las consecuencias objetivas de las opciones que se toman y emprenden.