Desde mediados de la década de los noventa del siglo pasado, la palabra “global” se usa como calificativo de organizaciones e instituciones. Supuestamente su significado se relaciona con la ruptura de fronteras y límites que antes marcaban las pertenencias a territorios y culturas locales y nacionales en los que el Estado, en sus diferentes niveles, ejercía su dominio, y a los que los ciudadanos les debían servicio, respeto y compromiso. En cambio, en la hermenéutica del globo lo que impera es la economía de mercado; la fe, la confianza y los compromisos están puestos en el dinero y en la obtención y movilización de los recursos privados.
En este mundo globalizado las tecnologías de la comunicación juegan un papel de primera importancia y la búsqueda de la igualdad, como expresión de la justicia, está fuera de lugar porque lo que se promueve es la competencia. En la actualidad hay empresas, organizaciones y hasta instituciones que se afanan en anunciar que su identidad y compromisos son globales, y de este afán no han quedado exentas las universidades.
Según reza el discurso hegemónico sobre la universidad global, este tipo de instituciones son centros de investigación y creación de conocimiento, líderes de la educación superior en el mundo y atraen a los mejores estudiantes del planeta para convertirlos en “ciudadanos globales” que busquen dar soluciones a los grandes problemas de la humanidad. Esta extraordinaria mitologización de la universidad global está siendo construida principalmente en Estados Unidos, y también en Australia y Gran Bretaña. De hecho, las universidades de Harvard, Columbia, Yale, entre otras americanas; Cambridge y Oxford, entre las inglesas, se identifican ya a sí mismas como Global Research Universities (GRU), y para evidenciar que lo son se enorgullecen por aparecer en los primeros lugares en los rankings de universidades. En estos listados de clasificación de universidades, invariablemente, los primeros lugares han sido ocupados por instituciones ubicadas en países donde se habla inglés. Se asegura que este idioma se ha convertido en la “lengua franca” del mundo globalizado, particularmente de la academia.
Sin duda, en México hay universidades que por la cantidad, orientación y calidad de la investigación que desarrollan y producen, pueden ser consideradas universidades de investigación. Por las conexiones internacionales que tienen sus comunidades, por su ubicación en redes y por la producción e intercambio de conocimientos complejos y relevantes que llevan a cabo, podría también considerarse que en ellas habita la globalidad. Incluso, podría aceptarse que en México hay universidades globales, siempre y cuando la atención a los grandes problemas de la humanidad se aplicara como el indicador utilizado para determinarlo así, pues la mayoría de nuestras universidades de carácter público explicitan entre sus objetivos y responsabilidades la atención a los problemas nacionales. ¿A quién le puede caber duda que los problemas que enfrenta hoy nuestro país son grandes problemas de la humanidad?
Sin embargo, si los indicadores son el afán de atraer a estudiantes extranjeros y convertir el idioma inglés en imperante, de ninguna manera las universidades públicas de México deben, ni pueden, aspirar a convertirse en instituciones globales. Mucho menos si lo global se refiere a la pretensión de formar “ciudadanos globales”. Esto sí que es un error craso, pues el término, en sí mismo, constituye una entelequia, de acuerdo con la propia definición de lo que es un ciudadano.
Por su parte, la idea de que el inglés sea imperante en nuestras universidades resulta absurda y problemática. A las universidades de nuestro país les corresponde producir y difundir información y conocimiento para poblaciones de habla hispana y, además, de acuerdo con los datos que arroja la Encuesta Nacional de Alumnos de Educación Superior (ENAES), sólo 35 por ciento de los estudiantes de las instituciones de educación superior en México dijo hablar inglés; en las instituciones que son de sostenimiento privado, el porcentaje es relativamente más alto (45 por ciento), pero tampoco alcanza 50 por ciento. Esto, entre otras cosas, se traduce en que para las universidades que se identifican a sí mismas como universidades globales, los estudiantes universitarios mexicanos, cuando menos la mayoría, no pueden ser considerados como “los mejores estudiantes del mundo”. En cambio, como en China, junto con los de otros países de Asia del Este, hablar inglés se ha convertido en obsesión; para las así llamadas universidades globales, tener estudiantes de esta región se ha convertido en lo mismo.
La historia de las universidades públicas mexicanas —no fue en balde la Revolución Mexicana— las vincula ineluctablemente con la atención de quienes, para ellas, deben ser “los mejores alumnos del mundo”: los jóvenes mexicanos. En una realidad nacional como la nuestra, en la que ni siquiera la mitad de los(as) jóvenes logra acceder a la educación superior, incrementar el acceso de estudiantes mexicanos a universidades del país representa atender no sólo uno de los grandes problemas del país, sino también de la humanidad.
En verdad, la identificación de las universidades públicas mexicanas con el término “global” debe erradicarse como posibilidad, mientras este término esté ligado al paradigma anglosajón y no se construya un significado alternativo. En cambio, la lucha por figurar internacionalmente entre las mejores universidades de investigación de habla hispana es un objetivo loable. Pero no sin recordar que conseguir buenos posicionamientos en los rankings no debe convertirse en objetivo, sino que debe lograrse por efecto, es decir, debe ser resultado del cumplimiento real y efectivo de las responsabilidades y compromisos académicos y sociales propios de nuestras universidades.